Del consejo editorial

La fobia al déficit, en la Constitución

JORGE CALERO

Catedrático de Economía Aplicada

Hace unos días el Partido Popular propuso incorporar limitaciones al déficit público en la Constitución. No se trata en modo alguno de una idea novedosa: ya en la década de los setenta, James M. Buchanan proponía, para Estados Unidos, la introducción de una enmienda constitucional en ese mismo sentido. La Ley de Estabilidad Presupuestaria, aprobada en 2001, fue el intento más cercano a una reforma constitucional realizado por el Partido Popular. Tenía como antecedente las limitaciones establecidas en el proceso de convergencia hacia la Unión Económica y Monetaria europea, que impedían que el déficit público excediera el 3% del PIB. Existen, por otra parte, ejemplos recientes de limitaciones constitucionales al déficit. En 2009 se introdujo una reforma constitucional en Alemania para limitar, a partir de 2016, el déficit público a un 0,35% del PIB (salvo casos de catástrofe natural o recesión).
La idea de "déficit cero" es uno de los santos griales del liberalismo económico y responde a una aversión, en buena medida ideológica, a las políticas keynesianas. Su repesca en estos momentos es fruto de un oportunismo poco disimulable. Las primeras respuestas a la crisis, característicamente keynesianas, han dejado paso a un giro en el que el sector público ha pasado a ser considerado más como parte del problema que como parte de la solución. Tal giro parece, muy evidentemente, injusto y poco acorde con la realidad, pero en todo caso está respaldado por una evolución de los mercados vinculados a la financiación de la deuda cuyos efectos sobre la autonomía de los gobiernos no han sabido atajarse a tiempo. Nos encontramos, finalmente, con la ideología anti-déficit de nuevo rampante.
Sin duda un déficit descontrolado, que provoque acumulaciones importantes de deuda, acaba encareciendo los tipos de interés y dificultando el acceso al crédito. Pero esos riesgos no justifican por sí solos la introducción de limitaciones estrictas que supongan la renuncia a un utilísimo instrumento de política económica durante las crisis (especialmente, cuando ya hemos renunciado a las posibilidades que proporcionaban las devaluaciones estratégicas). Parece juicioso no basar únicamente las esperanzas de recuperación en incrementos de productividad, que no se producen en el corto plazo y que, por cierto, requieren a menudo de aportaciones adicionales de recursos públicos.

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