Del consejo editorial

Lukoil: barrer primero la casa propia

Las principales empresas rusas del sector energético tienen una condición difusa. Cuando se dice, por ejemplo, que Gazprom es una compañía pública, se olvida a menudo de que muchas de sus decisiones están indeleblemente marcadas por intereses privados. De la misma suerte, cuando se asevera que Lukoil es una firma privada, se esquiva que estatutariamente tiene obligaciones que supeditan una parte significativa de su actividad a criterios establecidos por el poder político. Si así se quiere, y por lo demás, el recordatorio inevitable de que una quinta parte del capital de la última empresa mencionada se halla en manos de una compañía norteamericana contribuye a perfilar un panorama aún más confuso.

Es lógico que, en tales circunstancias, se miren con recelo las eventuales amenazas a la seguridad energética española que nacerían de la presencia sustancial de una empresa como Lukoil en el capital de Repsol, y ello por mucho que sobren las razones para concluir que la firma rusa, lejos de procurar ganancias estratégicas, más bien parece buscar el negocio puro y duro.

Pero malo sería que no nos preguntemos si, como van las cosas en los últimos tiempos, los socios económicos y los aliados estratégicos que el líder de la oposición española gustaría contar como contrapartes en estos negocios son más fiables que Lukoil.

Aunque tal vez no hay que ir tan lejos: la operación que se discute en estos momentos ha puesto de relieve cómo, en un marco de general opacidad, las propias empresas españolas en ella inmersas buscan a la desesperada
recursos mágicos que permitan remediar sus desafueros del

pasado, alientan oscuras operaciones de compra que no parecen acarrear el movimiento efectivo de fondos y reciben sorprendentes ofertas que manejan precios muy superiores a los
esperables.

Todo esto, que huele en demasía a eso que eufemísticamente hemos dado en llamar contabilidad creativa, airea muchas de las miserias de la especulación y la desregulación que acompañan a la vorágine globalizadora. No vaya a ser que olvidemos que, mientras el presidente José Luis Rodríguez Zapatero reclama la desaparición de los paraísos fiscales, en modo alguno faltan las empresas españolas que abrazan con descaro las prácticas correspondientes.
Bien es verdad que en nada ayuda la posición del Partido Popular, que hoy reclama la intervención del Gobierno por cuanto éste ha decidido abstenerse, pero que a buen seguro exigiría la abstención de aquél si José Luis Rodríguez Zapatero se hubiese inclinado por intervenir.

Tirios y troyanos deberían explicar, entre tanto, por qué, si es tan excelsa su preocupación por la soberanía energética del país, defendieron en el pasado con tanto ahínco la privatización de sectores estratégicos.
Tampoco estaría mal, por cierto, que sopesasen si no hay mucho de maltrecha doble moral cuando en un puñado de lugares de América Latina han alentado sin rebozo una audaz penetración de capitales españoles que ha puesto en un brete –en este caso no hay margen para la duda– la soberanía y la seguridad de los Estados afectados.

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