Dentro del laberinto

Pro patria

No creo haber gritado nunca un muera a nadie; otra cosa es que le haya deseado el mal, incluso el supremo, a alguien vivo. Incluso el fuego perpetuo a quienes han fallecido, en nada me he detenido con la imaginación. Para eso servimos los contadores de historias, para convertir en letras de otra manera lo que ya tiene nombre. Pero no me he visto en circunstancias en las que tuviera que tragarme mis palabras y desdibujar luego su significado.
Me merece un desprecio casi olímpico quien grita muerte y esconde luego la mano, baja la voz y no da la cara. Respetables son todas las creencias, si se defienden con honestidad y sin daños. Rey o anarquía, democracia o república.

Respetable el odio, si no cobra más forma que la queja, el arte o el símbolo. Es respetable la rabia, sobre todo si se ha calentado a fuego lento durante generaciones, y se ha heredado como forma de vida: de la rabia han surgido formas de justicia que han superado la mezquindad de la que surgió. Sería hermoso imaginarnos dóciles, apacibles y pacificadores. Si priváramos a los humanos de esas inocentes armas, ¿cuáles otras  no surgirían para corregir la carencia? Respetable una llamada de atención, un escándalo limitado, el uso intencionado de la mirada mediática.

Pero, tras ella, no valen paños calientes.
No soporto la cobardía de quien se convierte en héroe por unas horas y se disculpa luego con una excusa absurda. Las causas han de elegirse con todas las consecuencias o no manifestarlas. Por ética, por  decencia, porque una palabra dada es como una piedra que señala una tumba. En tiempos de crisis, no  hacer mudanza, ni siquiera ideológica. De otra manera, nada de lo que se le ha otorgado al gritón (el espacio, el tiempo, la atención, las letras) es merecido, ninguna frase justifica el chaqueteo.

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