Dentro del laberinto

Contra la pared

En el eterno debate sobre el papel de las víctimas en la sociedad (esa elusiva cualidad de víctima, que oscila tanto que los agresores la reivindican sin ruborizarse, tan conveniente resulta) añade leña al fuego los jueces; nos hemos habituado a que sean los periodistas, o los grupos de presión, o esa masa inconcreta de personas que, en nuestro entorno, opinan exactamente igual que nosotros, los que intervengan en las penas y las reformas que han de sufrir los criminales y las leyes. Ahora los jueces actúan (raras veces hablan) y se corporeizan con la misma decepcionante y defectuosa carnalidad que los Reyes Magos.
No deberían cometer errores y, fieles a esa creencia, no los cometen. Es posible que no sea el corporativismo lo que les haga dictar penas ridículas y exigir ayudas tardías. Prefiero creer que, en realidad, es la fidelidad a una creencia lo que les obliga a actuar así. Si los jueces, algunos jueces, se comportan con la misma negligencia con la que otros profesionales, los jueces, todos los jueces, soportarán el mismo escrutinio que otros profesionales asumen cuando cometen errores.

No son perfectos, pero deberían serlo. Como los médicos, como los policías. Como, en otra medida, deberían serlo también los maestros. El descuido con el que año tras año hemos continuado asumiendo que los pilares de una sociedad civilizada se mantendrían sin revisiones ni cuestionamientos pasa ahora factura.
Muere una niña a manos de un loco que debería estar encerrado y esa víctima, y las que su muerte ha causado, se convierten, necesariamente, en un símbolo. Se prohíbe a dos mujeres un derecho asignado y, de forma lógica, se abre un debate. Sin el dolor de las víctimas poco habrían avanzado algunas reformas. Lástima que el precio sea tan alto.

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