Dentro del laberinto

El hilo y la espada

Comienza el año y, con él, mi última columna en esta sección. Durante estos dieciséis meses han surgido lectores, detractores, conexiones interesantes con entidades y personas por temas que nunca hubiera imaginado. No soy partidaria de los blogs y, por lo tanto, nunca me agradó que este artículo adoptara ese formato en Internet. Nunca entré en él, no vi los comentarios
–y, por lo tanto, nunca han recibido respuesta– ni los agradables, ni los humillantes. Quien quiso encontrarme pudo hacerlo en mi web.
En estas líneas han aparecido libros, sí, creí que debían compartirse y difundirse, y tanta gente anónima que, por desgracia, ha quedado eclipsada por los nombres conocidos. Dediqué tiempo a los prejuicios, que envenenan con sonrisas, y a mi generación, porque a pocos parece importarle qué somos y a dónde vamos.

Hablé una y otra vez de educación, porque, cabeza dura, continúo creyendo, pese al descrédito, que es posible una reforma que convierta a los más niños en adultos serenos y válidos; y aún mantengo la confianza en la capacidad de los grandes para cambiar. Presté mucho espacio a los animales; así me lo pide la fiereza con la que los tratamos.
Hablé de lo que quise: de todo aquello que me pareció injusto y doloroso. Hablar sirve de poco, pero el mutismo corrompe y destruye. Sólo los insultos son peores que callar ante algo terrible. Creo en ellos aún menos que en el silencio. Deseé tratar a mis lectores como adultos y, por ello, los mantuve siempre en mente y, por lo tanto, expresé mi opinión aún cuando no fuera popular, o tuviera dudas: son los finales abiertos los que, en ocasiones, hacen pensar.
Comienza el año y termina mi columna. Tienen muchos días por delante para gastar. Dejen, lectores, su huella en ellos.

Más Noticias