Desde lejos

Infiernos

Casi todas las religiones, en su empeño por organizar y controlar las sociedades, tienen un infierno. Los antiguos egipcios condenaban a quienes se portaran mal a disolverse en la nada. Los griegos, a vagar eternamente como sombras por el Hades tenebroso. Los budistas asignan a cada falta su propia pena, y tienen así hasta 18 infiernos. Los musulmanes castigan a los fieles pecadores y a los infieles a pasar la eternidad en un territorio en el que padecerán toda clase de sufrimientos. El judaísmo considera que es en el gehena donde expiarán sus culpas quienes lo hayan merecido.
Los cristianos, ya lo sabemos, retomaron algunas de esas viejas tradiciones y situaron su propio infierno en un mundo subterráneo dominado por el Demonio, el Señor del Mal. Fue san Juan, en el Apocalipsis, quien imaginó ese espacio aterrador como un estanque de fuego y azufre.

De ahí las tremendas descripciones de torturas de tantos apologetas, moralistas y predicadores, las desazonadoras y a menudo grotescas representaciones infernales de los templos medievales y de la pintura europea, con sus espantosos diablos atizando las hogueras y haciendo sufrir toda clase de castigos inimaginables a las desdichadas almas de los condenados.
No creo en el infierno. Bastante tenemos ya con el que nos toca aquí. Pero a veces lamento que no exista, para ver arrojados a esos abismos ardientes a determinados personajes. Por ejemplo, el cretino Berlusconi, o a todos esos jerarcas de la Iglesia católica que han demostrando su glacial falta de caridad al tratar de impedir por todos los medios posibles que la pobre Eluana Englaro descansara al fin en paz. Ellos sí que merecerían las penas eternas. Aunque sólo fuera por unos días.

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