Dominio público

La justicia domesticada de Gallardón

Sebastián Martín

Profesor de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla

Sebastián Martín
Profesor de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla

Junto a la reorganización del trabajo, la reforma de la administración local o la inminente involución fiscal, uno de los capítulos fundamentales de la refundación del Estado a la que estamos asistiendo es la Justicia. En este orden, las reformas planteadas persiguen facilitar el control gubernamental y convertir la administración de justicia en un aparato más jerárquico y fiscalizable, con sus miembros neutralizados desde el punto de vista político.

El primer puntal para la mutación de la Justicia vino dado con la ley 4/2013, de 28 de junio, que otorga una nueva planta al Consejo General del Poder Judicial. El Partido Popular, que se presentó a las últimas elecciones generales prometiendo poner en manos de los jueces la elección de sus representantes, faltó clamorosamente a su palabra con esta legislación. Recuérdese que hubo de aprobarla en solitario, con la oposición del resto de fuerzas y las críticas de las asociaciones de jueces y magistrados. Una de sus características es el notorio crecimiento de las atribuciones concedidas al CGPJ, que contrasta con la reducción de los miembros integrantes de su Comisión Permanente, únicos con dedicación exclusiva.

Continúa la elección parlamentaria de sus vocales por mayoría de tres quintos en cada una de las Cámaras. Ahora bien, la condición de los doce vocales de procedencia judicial se ha alterado de forma considerable. No solo es que no se haya aceptado su designación corporativa directa; es que ahora cualquier juez o magistrado, respaldado con un mínimo de 25 avales, esté o no asociado, puede presentar su candidatura. Esta medida, presuntamente liberadora, significa la minimización de las mediaciones que realizaban las asociaciones profesionales entre los jueces y los parlamentarios llamados a elegirlos. Ahora, los grupos mayoritarios podrán obviar este tejido asociativo intermedio y cooptar sin molestas restricciones a sus candidatos. Con ello, se facilita el control del Gobierno sobre el órgano llamado a proponer el nombramiento de los magistrados del Tribunal Supremo.

Los siguientes pasos de esta reforma se encuentran anunciados en el actual Anteproyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial. Ya han manifestado su rechazo al mismo el Consejo Fiscal, el propio Tribunal Supremo, algunas asociaciones judiciales y la Comisión Nacional de Jueces Decanos, a falta de que en los próximos días se pronuncie el CGPJ. El motivo de esta reprobación unánime es que, de salir adelante el proyecto, la independencia judicial se resentiría notablemente.

Su propuesta más polémica es la que prohíbe a los jueces formular opiniones particulares «sobre asuntos pendientes y sobre resoluciones judiciales». Resulta llamativo que esta desproporcionada limitación a la libertad de expresión se realice en nombre de «la independencia del órgano judicial competente», como si conocer opiniones de colegas sobre procesos y jurisprudencia pudiera nublar la capacidad de discernimiento de los magistrados. Por si fuera poco, se les prohíbe asimismo formular «consideraciones jurídicas» sobre la actividad de los otros poderes del Estado, y concurrir a actos o reuniones públicas que no tengan exclusivo «carácter judicial». Parece evidente que estas interdicciones, más que proteger la independencia de los jueces o la separación de poderes, persiguen el silenciamiento de toda posible crítica política procedente de un cuerpo profesional cualificado, al que buena parte de la sociedad le reconoce seriedad, rigor y autoridad moral.

Con retórica tecnocrática se presenta otra de las medidas estrella: la supresión de los partidos judiciales, con sus correspondientes juzgados y tribunales, que serían remplazados por unos Tribunales Provinciales de Instancia. Salvo excepciones de gestión desconcentrada, estas cortes provinciales absorberían todas las competencias hoy dispersas en juzgados de pueblos y ciudades, y se harían cargo también de las funciones de primera instancia de las Audiencias. Aun basándose en principios de racionalización y eficiencia, no carece esta propuesta de pretensiones y consecuencias políticas. Además de alejar la administración de justicia del ciudadano, agrandando la brecha abierta por las tasas judiciales, estos nuevos tribunales compondrían una pieza fundamental de la apuesta del Gobierno por concentrar el poder institucional en las provincias. Se encuentran así en sintonía con otra de las grandes reformas gubernamentales, la llevada a cabo por la ley 27/2013, de 27 de diciembre, sobre «sostenibilidad de la Administración local», en la que se atribuye la coordinación de todos los servicios de los municipios de menos de 20.000 habitantes a las Diputaciones Provinciales, dotadas además de facultades de tutela, control y fiscalización sobre los Ayuntamientos.

El propósito de jerarquizar la Justicia también está presente en otra propuesta fundamental: alterando el sistema de fuentes del derecho actualmente vigente, se quiere crear la figura de la «doctrina jurisprudencial vinculante» del Tribunal Supremo, de obligatoria observancia para los «tribunales inferiores», como los llama el proyecto, y complementaria a la «doctrina legal» formada por la resolución de los recursos de casación en «interés de ley». Aunque los jueces cuenten con la posibilidad de plantear una consulta prejudicial ante el Supremo, o una cuestión de constitucionalidad ante el Constitucional, cuando piensen que tal doctrina vinculante «produce una injusticia manifiesta» o «vulnera la Constitución», lo cierto es que, resolviendo en un caso el Supremo y en el otro un Constitucional políticamente colonizado, es muy probable que la sumisión a la misma resulte insoslayable.

Esta equiparación práctica entre la jurisprudencia del Supremo y la ley altera el estatuto de la judicatura, en teoría solo sometida «al imperio de la ley» aprobada por el Parlamento. Reforzado el control gubernamental sobre el CGPJ, y visto que el Consejo propone a los miembros del Supremo, la inmunización de su jurisprudencia frente a interpretaciones que la contradigan facilitará la injerencia del Gobierno sobre el poder judicial. El blindaje del Supremo permitirá además conjurar cualquier conato de interpretación progresista del derecho por parte de jueces aislados, hoy amparada por el art. 53.3 de la Constitución, que incluye como criterio orientador de «la práctica judicial» los hoy ineficaces principios rectores de la política social. Como sostienen los Jueces Decanos, de establecerse esa jurisprudencia vinculante, estaremos abocados al «anquilosamiento o petrificación de la jurisprudencia y a su impermeabilidad» frente a nuevas tendencias más garantistas en «la interpretación de la Ley».

Esta verticalización de la Justicia se justifica por razones economicistas. A juicio del legislador, evitando «pronunciamientos contradictorios» por parte de diferentes tribunales, se elimina «un desincentivo para los operadores económicos de nuestro país, así como para la atracción de inversión extranjera». Se trataría de consolidar la «supremacía del Tribunal Supremo», y de concentrar las potestades jurisdiccionales en las provincias, para garantizar la «seguridad jurídica», uniformizando el derecho en su fase aplicativa con el fin de fomentar la «actividad económica».

No es nueva la idea de organizar la jurisprudencia en función de requerimientos económicos. El Reglamento Provisional para la Administración de Justicia de 1835, que fundó el actual Tribunal Supremo, implantó el recurso de nulidad por infracción de doctrina legal y el deber de motivación de las sentencias en la jurisdicción civil. Fue la altísima litigiosidad provocada por la desvinculación de la propiedad nobiliaria lo que inspiró ambas reformas. Y es que, en ausencia de código civil, para unificar el orden de la propiedad privada se hizo necesario uniformizar la jurisprudencia conforme a la doctrina fijada por un tribunal superior de ámbito nacional, y establecer el deber de motivar legalmente los fallos como instrumento para su control por parte de esa instancia superior. Diríase que ahora, reforzando el Tribunal Supremo con esa nueva «doctrina jurisprudencial vinculante», se quiere asegurar una respuesta controlable y asertiva de la jurisprudencia española en las múltiples controversias que provocarán transformaciones económicas inminentes, como las contenidas en el Tratado de Libre Comercio entre los EEUU y la UE.

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