Dominio público

Bolonia: el día después

Francisco Michavila

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Dicen que después de la tormenta viene la calma. Superada la convulsión que sufren los campus universitarios con el llamado Proceso de Bolonia, habrá vida. Apaciguado el ruido de las protestas, subsanadas las deficiencias, dada la explicación necesaria y resueltos los interrogantes, llegará el momento de abordar la política universitaria del día después. Las disputas entre universitarios y el ajuste, más o menos corporativo, de las atribuciones profesionales cederán su lugar a asuntos más trascendentes.
La actual renovación de las titulaciones es el primer paso del cambio en la educación superior, pero no es, ni mucho menos, el último. La Universidad española necesita un cambio cualitativo, que vaya más allá de la cuantificación de su déficit en recursos e inversiones. Se debe elaborar una agenda universitaria de futuro, que incluya problemas concretos, pendientes de solución desde hace años.
La agenda del día después debe contemplar una profunda reorganización del modo de funcionamiento de las universidades, de su paradigma de valores y del papel, y el protagonismo, que corresponde a los profesores y estudiantes en el tiempo futuro.
La actual estructura de centros, facultades y escuelas, y departamentos, cuya coexistencia a menudo se sustenta en la indefinición, no parece la más idónea para la reestructuración propuesta para los estudios universitarios. En particular, la formación de postgrado necesita de mayor interdisciplinaridad, de contenidos de síntesis. Sería muy conveniente que se creasen en todas las universidades españolas escuelas o centros especializados en el postgrado, responsables de este nivel de estudios. Estos centros, pocos en número, deberían dar cabida a los grupos de profesores y científicos que realizan la investigación de excelencia y estar dotados de financiación selectiva, condicionada a sus buenos resultados.
En los campus universitarios debe propiciarse un cambio centrado en las personas, no en las normas. La cuestión no es que haya nuevas leyes, ni tampoco que haya más reglamentos. El cambio profundo no se dará sin los profesores, como tampoco ocurrirá sin los estudiantes.

Si el profesorado es escéptico ante la transformación que se anuncia, puede acabar todo en un simple retoque estético, sin que cale y eche raíces. Así, por debajo de una imagen modernizadora superficial, subsistirían los males tradicionales: educación pasiva, interés por la enseñanza no preocupada por el aprendizaje, separación de los intereses de la investigación y de la docencia, etcétera. El tiempo nuevo para los profesores no debe construirse sobre la contraposición de las actividades docentes e investigadoras. Un ejemplo de ineficiencia bastante extendido que debe evitarse es aquella que pretende premiar la buena docencia de los profesores con una reducción de la misma. Si son buenos, ¿qué sentido tiene perder ese capital humano? Son otros los incentivos necesarios. Los mejores profesores deben ocuparse de la educación de los jóvenes en sus primeros años universitarios. Ellos les abrirán los ojos y suscitarán su interés por los nuevos conocimientos a su alcance.
Tampoco es posible el cambio sin conocer la opinión de los estudiantes. ¿Quién se atreve a defender el despotismo ilustrado en este asunto? Su voz debe ser respetada y escuchada. Por ejemplo, haciendo que tengan consecuencias verdaderas sus opiniones, por medio de encuestas, en procesos de evaluación de la calidad de la docencia y de sus profesores.
También la agenda universitaria de futuro debe tomarse muy en serio el asunto de la internacionalización de la Universidad española. De una forma cruda, pero realista, sólo cabe reconocer que su peso internacional es muy pequeño, casi insignificante. Ello se comprueba cada vez que se publica un ranking de comparación de los campus. Algunos se conforman aduciendo que están mal hechos o que están adaptados a los modelos universitarios sajones. Es verdad, pero sólo en parte. Por mucho sesgo que tengan los indicadores utilizados, es difícil sostener que esta es la única causa de que ninguna universidad española aparezca entre las cien mejores del mundo. En un país que es la octava potencia mundial, algo habrá que decir al respecto. En la Estrategia Universidad 2015 se formula correctamente el problema. Sería muy conveniente que se diseñase un plan de internacionalización del sistema universitario español, que incluyese alianzas estratégicas, promovidas y apoyadas por el Gobierno, con instituciones semejantes de otros países, en especial europeos.
La movilidad de profesores y estudiantes es la solución y el localismo el problema para la internacionalización. Caben en este asunto medidas variadas: el desarrollo de políticas conducentes a que se alcance un porcentaje determinado de estudiantes foráneos en un plazo determinado o que una parte, por ejemplo, el 10%, de las plazas de profesores se oferten en foros y revistas internacionales para que buenos docentes y científicos vengan de otros lares.
Un nuevo contrato con la sociedad es la tercera componente necesaria de la citada agenda. Una nueva forma de atender la formación de capital humano, sensible con las expectativas de los jóvenes como futuros profesionales y ciudadanos, y unos planes eficaces que estimulen la apertura auténtica a la sociedad son capitales para las instituciones de educación superior. La elaboración de modelos educativos, plurales y adaptados al entorno, y la captación de mayores recursos por medio de la creación de redes de oficinas de fundrising son vías alternativas de hacer política en este terreno.
Para todo ello se necesita, además de ideas innovadoras, la sabia combinación de más recursos y menos normas. Y que el uso de los medios de que se disponga sea transparente y las prioridades estén debidamente justificadas.

Francisco Michavila es Catedrático de Matemática Aplicada de la Universidad Politécnica de Madrid

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