Dominio público

Cataluña: una modesta proposición

Augusto Klappenbach

Escritor y filósofo

Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo

En lugar de seguir acumulando agravios, acusaciones y amenazas, sería deseable racionalizar el debate sobre  la independencia de Cataluña. Me parece indispensable separar las razones objetivas que avalan una y otra opción de la enorme carga afectiva que estos problemas nacionales llevan consigo. En lo que sigue, me refiero solamente al ciudadano de a pie, excluyendo a la clase política, que tiene motivos muy distintos para defender una u otra postura. Para un político profesional, es mucho más rentable —y hasta más fácil— dedicarse a exaltar el derecho del pueblo a decidir o la indisoluble unidad de España que ocuparse de solucionar los problemas reales de la gente. Tanto la supuesta defensa de la patria como el victimismo ante un poder agresor convierten problemas concretos en gestas heroicas. Se ha convertido el problema catalán —y vasco— en una confrontación entre dos nacionalismos opuestos, olvidando las consecuencias concretas de las distintas opciones. Y probablemente lo que ha llevado este conflicto a la crispada situación actual ha sido centrar el tema en el protagonismo de los dirigentes antes que en las opiniones de la gente común, en términos generales bastante más sensata en los asuntos públicos que sus representantes.

El nacionalismo —cualquier nacionalismo— consiste ante todo en un sentimiento. Y los sentimientos no se discuten, se tienen o no. ¿Quién puede aducir razones para cuestionar el apego que una persona siente hacia su tierra, sus costumbres, su lengua, sus comidas? Y tanto en el nacionalismo catalán como en el español estos sentimientos juegan un papel mucho más importante que las razones que se aducen para justificar una u otra postura, hasta el punto de que las razones constituyen muchas veces una justificación artificial de esas emociones primarias. Emociones sin duda legítimas y hasta necesarias para echar raíces en la cultura en la que a cada uno le ha tocado vivir: el desarraigo no constituye una señal de libertad y los vínculos con nuestro entorno proporcionan un sentimiento de pertenencia que contribuye a la estabilidad emocional. Repito: esto vale para el ciudadano corriente; las actitudes de los políticos requieren otros comentarios, como su tendencia a utilizar esas emociones para un proyecto político determinado.

El problema surge cuando de esos sentimientos se pretenden extraer conclusiones jurídicas, políticas y económicas. Porque esas conclusiones se contagian de ese carácter indiscutible de los sentimientos y se convierten entonces en verdades absolutas que otorgan  a la nación el carácter de una entidad superior a los ciudadanos que la habitan. Cánovas del Castillo lo expresó en su siniestra consigna: "Con la patria se está, con razón y sin ella". El patriotismo y el nacionalismo son emociones y no virtudes, y mucho menos virtudes obligatorias, como no lo es el gusto por la ópera, aunque esas cosas contribuyan a enriquecer la vida.

No creo en las ventajas de la independencia de Cataluña. Y no por razones patrióticas. En el actual proceso de globalización la fragmentación contribuiría a acentuar la dependencia de las naciones pequeñas o medianas con respecto a las economías más fuertes que siguen fielmente los dictados del capital financiero. Quizás sería deseable una Europa formada por pequeños países federados de peso equivalente en el conjunto, pero la realidad actual no es esa; unas pocas naciones  imponen sus intereses a las demás. Y la fragmentación no ayuda a superar esa dependencia. Además, la independencia de regiones más prósperas acentuaría la desigualdad, que es el principal problema económico del mundo occidental. Si la única razón de la separación consiste en fomentar la prosperidad de Cataluña sin la carga que implican regiones menos prósperas de España, estaríamos ante un paso atrás para un deseable proyecto de solidaridad que tienda a la igualdad de derechos entre regiones y países. La izquierda tiene una larga tradición universalista difícil de compaginar con la fragmentación política. Otra cosa, por supuesto, es la necesidad de revisar el actual modelo económico de financiación de las comunidades autónomas, que casi todos consideran inadecuado.

Sin embargo, dudo de que la salud del sistema político español pueda soportar la presión constante que implica ese deseo de muchos ciudadanos catalanes de separarse del resto de la nación, "con razón y sin ella", que diría Cánovas. Un deseo nunca corroborado empíricamente —ni siquiera por la reciente consulta— pero crónicamente instrumentado por políticos para los cuales la independencia implica cambios muy ventajosos en su situación personal. No sería la primera vez que en Europa un país se divide en dos estados independientes. Tampoco sería la primera en que el deseo de independencia de algunos políticos es desautorizado por los ciudadanos. Pero en cualquier caso la estrategia actual del Gobierno que consiste en enrocarse en la Constitución y la ley no parece la mejor opción; si ese fuera el único obstáculo bastaría con cambiar esos textos. Ambas partes hablan sin cesar de principios generales (la unidad de España o la autodeterminación) y callan sobre sus consecuencias.

Creo que hay que dejar de hablar de "unidades indisolubles", de "hechos diferenciales" o de "derechos históricos" para dedicarse a estudiar y comunicar a los ciudadanos las consecuencias concretas de las posturas que se discuten, un tema casi ausente en las recientes discusiones. ¿Qué ventajas e inconvenientes implicaría para Cataluña la independencia? ¿En qué aspectos perjudicaría a España esa decisión? ¿Qué pasaría con la integración en la Unión Europea? ¿Cuál sería el destino del euro? ¿Qué capacidad de influencia se ganaría o se perdería en las relaciones internacionales? ¿Cómo se gestionaría la separación legal de la economía de ambos territorios? ¿Cómo se pagarían las deudas del Estado? Presentando también propuestas sobre otras formas de vinculación de Cataluña con el resto de España, como distintos tipos de federalismo, y abriendo la posibilidad de celebrar un referéndum convocado por el Estado dentro de uno o dos años, al modo de Escocia, después de una amplia información a los ciudadanos.

Por supuesto que este camino tiene inconvenientes y dificultades, por eso en el título se habla de una proposición modesta que no excluye dudas sobre su viabilidad. Una decisión de los catalanes que optara por la independencia traería aparejadas consecuencias que se impondrían a  los demás españoles sin haber participado en esa decisión. También podría conducir a Cataluña a una nueva crisis. Podrían iniciarse procesos similares en otras autonomías o en otras regiones, multiplicando indefinidamente los sujetos de la autodeterminación que se pide. Tampoco sería fácil formular las preguntas adecuadas para no distorsionar la voluntad de los votantes. Pero quizás sea preferible  correr estos riesgos antes que dejar enquistado un problema que lleva ya mucho tiempo complicando la gestión política y económica de España. En cualquier caso, lo que me parece indispensable es la renuncia a esas grandes palabras escritas con mayúsculas que no dejan ver lo único que importa: la mejor manera de convivir los ciudadanos catalanes con los del resto de España y de Europa.

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