Dominio público

Populismo de nuevo tipo

Joaquim Sempere

 

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Italia fue pionera en la implantación del fascismo: Mussolini tomó el poder en 1923, antes que cualquier otro dictador de su cuerda. Hoy, con Berlusconi, Italia se pone de nuevo en vanguardia. El tono histriónico, teatral, hortera, machista e irrespetuoso de este personaje apenas oculta su peligrosidad. Puede llevar a pensar que es una caricatura irrepetible en otras latitudes y hacer bajar la guardia. Pero Berlusconi acentúa hasta el esperpento tendencias rampantes en otros lugares de Europa y del mundo.
Con el desprestigio de la política, un secreto de su popularidad es presentarse como un "no político", como empresario triunfador. Mucha gente identifica política con ineficacia y corrupción, y valora lo privado por encima de lo público.

Impregnada por la ideología neoliberal, esa gente se ha vuelto políticamente cínica, y aplaude a quienes gestionan la cosa pública con mentalidad de empresario capitalista, atentos sólo al provecho individual y dispuestos a saquear el patrimonio público en beneficio propio. Imbuidos del estereotipo de que público equivale a ineficiente, prefieren confiar el destino del país a quien se ha acreditado como empresario con éxito –equivalente, según la moral dominante, a cuantiosos beneficios–. La sociedad italiana queda convertida en la empresa Italia. Las personas dejan de ser ciudadanos y se transmutan en consumidores, telespectadores, tiffosi, individuos sin sentido de corresponsabilidad colectiva y susceptibles de ser comprados. Berlusconi lo compra todo y a todos: acumula empresas, grupos mediáticos, clubes deportivos, diputados, senadores (también de partidos distintos al suyo), periodistas, abogados, jueces y toda clase de profesionales. Y, en el mundo hiperburgués que fomenta, quien paga manda. Ciudadanía, derechos y responsabilidades civiles, solidaridad y dignidad son conceptos ajenos al berlusconismo. Tras el terremoto de L’Aquila, il Cavaliere anunció la creación de una lotería nueva cuyos ingresos servirían para ayudar a los damnificados "sin que los italianos tengan que pagar más impuestos". La fórmula es jugosa. Ni siquiera en un caso así se apela a la solidaridad: la codicia sirve mejor para recaudar dinero.
La masa despolitizada que vota Berlusconi agradece a il Cavaliere que diga en voz alta lo que ella piensa y no se atreve (o mejor: no se atrevía) a decir. ¡Qué descanso poder defraudar al fisco, esquivar la justicia si se puede, ostentar el natural egoísmo que todos compartimos, soltar groserías y tratar en público a las mujeres como objetos decorativos sin necesidad de avergonzarse!

El alma humana alberga sentimientos muy dispares: unos rastreros, otros elevados. Los dirigentes no sólo gobiernan. También transmiten, a veces, un tono moral a la ciudadanía, inhibiendo unas tendencias y favoreciendo otras. El tránsito de la era Bush a la era Obama es un ejemplo de mejora del clima moral en los Estados Unidos. El berlusconismo ejemplifica la evolución contraria, una evolución que desata los peores instintos, como pudo verse en la caza al inmigrante que se desencadenó tan pronto como Berlusconi volvió a ganar las elecciones.

En una reciente estancia en Barcelona, Paolo Flores d’Arcais, director de la revista MicroMega, uno de los pocos referentes dignos que quedan de la izquierda italiana, caracterizaba el berlusconismo como "putinismo soft": la misma concentración personalista de poder político, económico y mediático que en Rusia, pero en Italia "todavía" no se asesinan periodistas ni se encarcelan competidores. Sin embargo, Flores d’Arcais explicó que, poco después del asesinato de Politkóvskaya, en una rueda de prensa ofrecida por Berlusconi y el mandatario ruso en su visita a Italia, el jefe de Gobierno italiano hizo con las manos el ademán de ametrallar a una periodista rusa allí presente que formuló una pregunta incómoda para el invitado ruso.

El berlusconismo, como dice Paolo Flores, no es fascismo clásico. Invoca valores típicamente individualistas y burgueses: éxito individual en los negocios, supremacía del dinero, enriquecimiento sin límites. Tampoco utiliza la intimidación de los escuadrones de camisas negras, pardas o azules, sino la intimidación del dinero, la corrupción, las listas negras: compra todo lo comprable. Pero, por detrás de estas diferencias nada desdeñables, se agazapa el mismo cinismo, la misma prepotencia y el mismo desprecio de los derechos humanos y la democracia. ¿Neofascismo? ¿Populismo de derechas? No importa la etiqueta, lo importante es que Europa –y otras sociedades ricas– están amenazadas en sus libertades. Hay varios proyectos, distintos aunque emparentados, para desvirtuar las libertades o acabar con ellas, para socavar derechos arduamente conquistados, para destruir la noción y la práctica de la ciudadanía y convertir al máximo número de personas en ignorantes despolitizados, atentos sólo a consumir y aplaudir o abuchear el ininterrumpido espectáculo en que se transmuta la realidad por obra de unos medios de difusión manipuladores.
Flores d’Arcais no se limitó a glosar los desvaríos de esa derecha y sus raíces clericales y mafiosas acentuadas por la Guerra Fría, sino que subrayó sin piedad la desastrosa autodestrucción de la izquierda italiana y su complicidad con la corrupción y la degradación de la vida pública.
Propongo un ejercicio intelectual: inventariar los rasgos de populismo reaccionario que desarrolla en España la derecha autóctona
–desde Jesús Gil (esa réplica carpetovetónica directa de don Silvio) hasta Rajoy, pasando por Aguirre, Camps y Fabra–, a imagen y semejanza del berlusconismo. Y, de paso, reflexionar sobre las responsabilidades que tiene y puede tener la izquierda autóctona en alimentar al monstruo. Y sobre cómo combatirlo.

Joaquim Sempere es  profesor de Teoría Sociológica y Sociología Medioambiental e la Universidad de Barcelona.

Ilustración de Miguel Ordoñez 

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