Dominio público

Cuba, sin embargo

Germán Ojeda

GERMÁN OJEDA

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Hay dos discursos sobre Cuba, uno en negro y otro en blanco, uno anticastrista y otro fidelista, uno a favor y otro en contra; pero todos están de acuerdo en una cosa: el embargo de Estados Unidos contra la isla debe tirarse al basurero de la Historia, porque, después de ser aplicado a la fuerza durante 50 años por 10 gobiernos distintos, no ha conseguido lo que se proponía, esto es, tumbar la revolución cubana e implantar una llamada "Cuba libre" pronor-
teamericana.

Todos están de acuerdo, en efecto, en que Estados Unidos debe acabar con el embargo contra Cuba, tal como lo han expresado año tras año a lo largo de las últimas décadas todos los países del mundo –con la excepción que confirma la regla de Israel– en la ONU y todos los países de América Latina en la última Cumbre de las Américas, todos los organismos internacionales competentes y hasta todos los grandes personajes históricos, de Nelson Mandela al anterior Papa de Roma, que, en visita a la isla en 1998, denunció que el embargo era "éticamente inaceptable". Más aún, ahora lo piden también congresistas demócratas y republicanos, lo piden empresarios del Medio
Oeste, distintas iglesias, más del 70% de la opinión pública norteamericana e, incluso, periódicos tan prestigiosos como The New York Times.

Entonces, ¿por qué Obama no se atreve a levantar el bloqueo –como lo llaman en Cuba– si la petición es un clamor fuera y dentro del país, si quiere mejorar las relaciones con Latinoamérica, si su Presidencia ya no depende del voto del exilio cubano y si, además, él mismo se pronunció en contra en el año 2004? ¿Por qué se ha limitado a autorizar de nuevo los viajes y las remesas dejando intacto el núcleo del embargo?

La respuesta es histórica y actual a la vez, hunde sus raíces en el tradicional monroísmo intervencionista y neocolonial norteamericano y se actualiza con el protagonismo cada vez mayor de Cuba en América Latina debido a los giros a la izquierda de países como Venezuela, Ecuador o Bolivia. Estados Unidos lo tuvo claro desde el principio, porque el éxito de la revolución cubana significaba la emancipación de su patio trasero, el fin del panamericano dirigido por Washington y la construcción de un nuevo modelo político nacionalista y socializante que "había que extirpar", como planteó el propio presidente Eisenhower cuando su Administración preparaba la invasión de Playa Girón.

Había que extirpar el virus que podía contagiar América Latina –como hicieron luego con Allende–, y a esa tarea se dedicaron durante medio siglo por tierra, mar y aire, promoviendo en efecto la citada invasión mercenaria de la isla o fabricando la oposición interna, bloqueando sus relaciones económicas o aprobando leyes migratorias como la del "ajuste cubano" para fomentar la desestabilización del país. Así fue durante 50 años, pero hubo dos momentos críticos en los que Estados Unidos creyó poder ahogar al castrismo, a saber, cuando a comienzos de 1990 hizo implosión la URSS, el aliado estratégico de Cuba, y hace menos de un lustro, cuando los años y la enfermedad forzaron la sucesión de Fidel Castro. Fue entonces cuando el imperio apretó definitivamente la soga a Cuba, aprobando, primero bajo la Presidencia de Clinton leyes como la Torricelli y la Helms-Burton para sitiar a la isla, y después con Bush hijo, que daba la última vuelta de tuerca del embargo dictando además leyes para organizar bajo tutela norteamericana la transición cubana.
Clinton y Bush, demócratas y republicanos, todos los presidentes y todas las administraciones norteamericanas han hecho desde hace medio siglo lo mismo, esto es, tratar por las buenas o por las malas de destruir la revolución cubana. No lo han conseguido, pero esta intervención despiadada ha tenido graves consecuencias en la isla, consecuencias políticas, porque ha empujado al régimen a cerrar las puertas a la pluralidad democrática, y consecuencias en la vida económica, porque ha impedido el desarrollo de la economía cubana.

Ningún análisis serio sobre la realidad política y económica de la isla puede ignorar esta guerra inexorable de Estados Unidos contra Cuba como determinante en el destino del país, porque el embargo no ha tenido un éxito completo y definitivo, pero ha pesado como una losa sobre la revolución cubana, y precisamente por eso se mantiene. Frente a esta última versión implacable del "destino manifiesto" norteamericano, Cuba ha levantado la bandera de la solidaridad, pues allí donde el gran poder imperial aplica el neoliberalismo o promueve planes militares como en Colombia, Cuba, a pesar de sus escasos medios, envía médicos, desarrolla programas de alfabetización y devuelve la salud o la visión a muchos latinoamericanos en sus propios hospitales.

Lo ha reconocido el propio Obama en la Cumbre de las Américas, cuando puso como ejemplo de política exterior la colaboración sanitaria de Cuba con sus vecinos. "Esto –dijo– es un recordatorio para nosotros, porque, si nuestra única interacción con muchos de estos países es la lucha contra la droga, si nuestra única interacción es militar, entonces es posible que no estemos desarrollando conexiones que con el tiempo pueden aumentar nuestra influencia (...) Tenemos que utilizar nuestra diplomacia y ayuda para el desarrollo de manera más inteligente, de tal suerte que los pueblos puedan ver mejorías concretas y prácticas en la vida de las personas comunes a partir de la política exterior de Estados Unidos".

El nuevo presidente norteamericano debería ser consecuente con esa lección histórica cubana, empezando por acabar de una vez por todas con el embargo a la isla, porque, si no lo hace, defraudará sus promesas, defraudará a América Latina y al mundo entero, y ni siquiera estará a la altura de la vieja política del "buen vecino" formulada por su admirado Franklin D. Roosevelt.

Germán Ojeda es profesor Titular de Historia Económica de España y América
de la Universidad de Oviedo.

Ilustración de Patrick Thomas

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