Dominio público

Las razones del otro

Antonio Diéguez

Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Málaga

Antonio Diéguez
Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Málaga

Llevo días intentando escribir algo sobre la humildad intelectual y no sale nada presentable. Y sé por qué. Es un tema absolutamente extemporáneo. Cuando una de las mayores preocupaciones de los ciudadanos es que todo político acusado de corrupción devuelva lo robado, o dimita por lo malversado, y que en todo caso pague sus culpas, este asunto suena a puro bizantinismo. Al parecer, es el momento de tener las ideas muy claras y sostener firmemente los principios. Un espíritu enardecido que las redes sociales, esa síntesis cibernética del púlpito y el confesionario, se encargan de alimentar cada minuto. A ver quién es el guapo que se raja o que sale ahora con alguna crítica a los nuestros o, peor aún, que insinúa que los del otro lado merecen alguna atención. Y no me refiero sólo a la política, aunque es en ella donde esta actitud alcanza el cenit. Sin embargo, como por propia voluntad yo también nado atrapado en esas redes, conozco bien el grado de distorsión de lo real que pueden llegar a fabricar, para que luego los hechos vengan a poner las cosas no sé si en su sitio, pero sí desde luego en otro sitio distinto del que parecía tan claro en ellas. Y esto me hace pensar que quizás la cuestión no sea tan extemporánea después de todo, así que me animo a decir algo.

La humildad intelectual es la actitud sostenida en el tiempo favorable al reconocimiento que el otro puede tener razón en algunas ocasiones, incluyendo las decisivas. Implica, por tanto, una apertura a las razones del rival, una atención generosa a lo que dice y a los porqués de su decir, y una disposición para abandonar las tesis propias si se ve con claridad que están equivocadas. Puede que no tenga un nombre muy bonito (suena a algo así como a empequeñecimiento auto-infligido), pero eso es lo de menos tratándose de la una actitud que suele ir en sintonía con un deseo sincero de comprender la realidad y de encontrar una solución efectiva a los problemas.

No tiene nada que ver con la sumisión, ni con la falta de convicciones, ni con la rendición de los principios. Es más, me atrevo a sugerir que sólo quienes tienen más firmemente arraigadas y detenidamente pensadas sus convicciones pueden permitirse el lujo de la humildad intelectual, sin sentirse por ello derrotados o radicalmente desmentidos cuando han de corregir alguna de ellas. Sólo el individuo que se somete a paquetes ideológicos completos, porque no sabría cómo modular sus ideas si alguna de las incluidas en ese paquete se cuestionara, se mantiene inamovible en el debate, sin ceder un ápice, sean cuales sean los argumentos del otro. Para esas personas, tocar un detalle significa que todo se tambalea; que el edificio sobre el que han asentado su personalidad, y quizás hasta su modus vivendi, se viene abajo, y eso es algo que no pueden permitirse. Esa es la razón por la que suelen valorar tanto la coherencia en las convicciones a lo largo de toda una vida. Como si la coherencia fuera algo deseable por sí mismo. La coherencia en los errores no tiene ningún valor.

Como señala Alessandra Tanesini, estudiosa del tema, a la humildad intelectual se le opone la arrogancia por un lado y la obsequiosidad por el otro. La arrogancia consiste en una protección del yo (y de sus intereses) a fuerza de ignorar cualquier crítica o argumento en contra de las propias ideas. La obsequiosidad es la tendencia a dar la razón al otro para obtener su aprobación. Tanto la arrogancia como la obsequiosidad coinciden en una cosa: se centran más en la opinión de los demás que en la búsqueda de las decisiones correctas. En la política (y en la academia) se peca mucho de ambas cosas. La humildad intelectual no es, pues, más que el abierto reconocimiento de un rasgo inevitablemente humano: la posibilidad permanente del error. Si algo nos ha enseñado la filosofía en el siglo XX es que el ideal de la certeza no solo es imposible, sino que tampoco es deseable. La humildad intelectual implica asimismo darle el crédito que le corresponde a la persona de la que hemos aprendido o tomado una idea.

No digo que la humildad intelectual sea el único camino para alcanzar un conocimiento genuino o una solución válida a los problemas. A lo largo de la historia ha habido muchos ejemplos de personas arrogantes que hicieron aportaciones enormes a la ciencia, a la filosofía, al arte o a la política. Por decirlo suavemente, no habría ningún modo de considerar intelectualmente humildes a Miguel Ángel, Galileo, Newton, Napoleón, Heisenberg, von Neumann, Schopenhauer, Nietzsche, Wittgenstein, Popper o Picasso. Lo que sí digo es que para los que no tenemos razones objetivas para considerarnos poseedores de una verdad, de una idea, o de un talento por encima de la capacidad de los mortales, es mucho más productivo estar abierto a la corrección de los errores mediante la aceptación de la crítica.

Alguien puede estar pensando al leer estas líneas que nadie con una ideología bien definida puede admitir algo así sin parecer un pusilánime o un traidor. Sin embargo, algunos de los grandes logros sociales de la humanidad se han conseguido justamente porque somos a veces capaces de ese reconocimiento intelectual del contrincante. En 1948 la Asamblea General de Naciones Unidas se puso de acuerdo en votar casi por unanimidad la Declaración Universal de los Derechos Humanos (algo hoy impensable, dado que algunos países parecen haberse arrepentido de hacerlo). Hubo 48 votos a favor y 8 abstenciones (la Unión Soviética, Arabia Saudí, Sudáfrica y otros cinco países del Este, todos ellos de convicciones democráticas comparables). Todos los que votaron a favor estuvieron de acuerdo en hacerlo a condición de que no se les preguntara la razón. Tener que justificar ese voto habría llevado a algunos a admitir que votaban en contra de principios que consideraban sagrados, pero que en el fondo (y mientras que no tuvieran que proclamarlo públicamente) veían ya como cuestionables o caducos. Cosas de la vida.

Aprendamos de este hecho la pequeña lección que encierra. No nos centremos en los porqués y dejemos que los acuerdos razonables y honorables –es decir, no los de mera autoprotección, o de mantenimiento de privilegios, o los que buscan perpetuar una injusticia– se fragüen sin que sea un demérito para nadie el admitir que el contrincante tiene la razón en parte. En la política esto debería tenerse como una práctica habitual. En las democracias saludables, se diga lo que se diga en las campañas electorales, los pactos son insoslayables, por difíciles que parezcan. Sólo con ellos o con las revoluciones –que ya no parecen buscar siquiera los autoproclamados revolucionarios– se consiguen los grandes cambios sociales. Y pactar significa a veces postergar algunos principios, incluso aunque se sigan considerando como correctos.

Esta necesidad de acuerdos (no debería hacer falta decirlo) solo es fructífera si se dispone efectivamente de una democracia saludable, y eso implica, entre otras cosas, que los partidos no se conviertan en camarillas de intereses, que se mantenga la firme decisión de expulsar de la política a todo aquél que ha entrado en ella con el propósito de aprovecharse de su situación de poder y, sobre todo, que existan los medios legales e institucionales para la pronta detección de esos individuos. Los corruptos no pueden seguir siendo protegidos por los suyos. Sin un compromiso claro y decidido de que se busca realmente el establecimiento de esas condiciones, los pactos serán percibidos como componendas. En los tiempos que se avecinan, habrá que llegar a acuerdos, como es normal en otros países, así que hagamos de la necesidad virtud, porque en este caso hay buenas razones para ello. Ya no cabe dilatar más el ejercicio de una auténtica regeneración.

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