Dominio público

No es una súplica, es un derecho

Augusto Klappenbach

Escritor y filósofo

Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo

Es imposible determinar el número de muertos en los intentos de los emigrantes por alcanzar costas europeas. A las víctimas registradas en el Estrecho y en otros puertos italianos y griegos hay que sumar aquellos náufragos no registrados que han muerto sin haber podido pedir auxilio desde sus precarias pateras. Millones de seres humanos que escapan de la guerra en Siria, Eritrea y otros lugares intentan sin éxito llegar a un lugar seguro. Los rohinyá de Birmania han vagado durante meses por el mar de Andamán huyendo de persecuciones religiosas hasta poder desembarcar. Y en estos éxodos participan tanto musulmanes como cristianos, escapando como pueden de la barbarie del Estado Islámico. Entre otras barbaries, como la de quienes los secuestran para pedir rescate a sus familias o los abandonan en el mar. Muchos de los que han conseguido llegar a zonas pacíficas sobreviven en condiciones de hacinamiento, insalubridad y carencias de todo tipo.

Pero no se trata de excitar los sentimientos de compasión ante estas catástrofes. Ante todo hay que recordar que en su mayoría estos emigrantes tienen derecho a exigir —no a suplicar— asilo en otros países. La legislación internacional es clara. La Declaración Universal de los Derechos Humanos dice en su artículo 13: "En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo y a disfrutar de él en cualquier país". El artículo 18 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea dice: "Se garantiza el derecho de asilo dentro del respeto de las normas de la Convención de Ginebra del 28 de julio de 1951 y del Protocolo de 31 de enero de 1967 sobre el Estatuto de los Refugiados y de conformidad con la Constitución". Y textos similares figuran en la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Carta Africana sobre Derechos Humanos y de los Pueblos. Estos derechos fundamentales tienen un correlato: el deber de atenderlos por parte de quien está en condiciones de hacerlo. O sea, que nuestros países tienen el deber de acoger a esos inmigrantes cuando cumplan las condiciones para exigirlo. No se trata de compasión sino de cumplir la ley.

Frente a este problema nuestra Unión Europea se limita a tratar de disminuir el número de las solicitudes de asilo tomando medidas contra la llegada de inmigrantes, llegando a proponer acciones como la destrucción de los barcos en los que viajan (afortunadamente, es de esperar, desprovistos de ocupantes). Y centra sus esfuerzos en  luchar contra las mafias, sabiendo que tales mafias no existirían si no existiera un problema que la Unión Europea se empeña en soslayar, limitándose a ocuparse de los aspectos que nos molestan a los europeos. Ni una palabra para facilitar el ejercicio del derecho de asilo a quienes huyen de estas persecuciones, ofreciendo medios de transporte suficientes y garantizando su seguridad y sus condiciones de vida. Las pocas promesas dirigidas a aportar medios para paliar esta catástrofe ni siquiera han sido cumplidas dejando el problema en manos de Italia. La respuesta a la inoperancia diplomática y a la responsabilidad política de Europa ante los conflictos que provocan este éxodo de refugiados consiste en procurar que la mayor parte se queden donde están, pidiendo ayuda para ello a las autoridades de los puertos de salida, de cuyos métodos de disuasión tenemos derecho a desconfiar. Incluso asistimos a un vergonzoso regateo entre los países para minimizar el cupo de refugiados que les toca recibir.

Con todo, quienes emigran huyendo de guerras y persecuciones tienen al menos una legislación a la que pueden atenerse. Pero ¿qué decir de aquellos, que no son pocos, que huyen de la miseria? Ninguna ley los protege. Cuando se habla de derechos humanos en el imaginario colectivo se piensa de inmediato en las garantías judiciales, en el respeto a la religión o a las ideologías políticas, en la libertad de prensa. Pero rara vez se piensa ante todo en su derecho a comer, a disponer de agua potable o de servicios sanitarios. Si un grupo o una persona es perseguida por su raza, por su homosexualidad, por sus creencias religiosas o encarcelada por sus ideas políticas su caso puede ocupar un lugar en las protestas públicas ante quienes le persiguen, recoger firmas que le apoyen, aparecer en los medios de comunicación y hasta conseguir la intervención de algunos jefes de Estado. Lo cual está muy bien. Pero, según la ONU, unas 24.000 personas mueren cada día por causas directamente relacionadas con el hambre mientras 800 millones la sufren. Y  solo las páginas de algunas ONG que claman en el desierto de internet y algún artículo ocasional recuerdan  un  holocausto  que  le  cuesta  la  vida —entre otros— a más de tres millones de niños al año. Que también tienen derecho a comer, aunque no sean perseguidos políticos.

Por supuesto que no se trata de buscar culpables en España ni en la Unión Europea de  las causas de estas situaciones ni exigirles su solución. Pero el mundo desarrollado al que pertenecemos tiene mucho que ver con una desigualdad que no hace más que aumentar en los últimos años, pese a que algunos indicadores muestren una modesta reducción de la pobreza extrema, sobre todo por el crecimiento de China. La falta de control sobre la gestión de las finanzas que han provocado un aumento sustancial del precio de los alimentos en el mundo, las dificultades de los países pobres para exportar sus productos a causa de nuestros subsidios agrarios, la irrupción de multinacionales occidentales que arrasan modestas tierras de cultivo, la venta de armas indiscriminada y nunca perseguida a los señores de la guerra, las aventuras militares en países como Afganistán, Irak y Libia que al precio de librarse de algunos dictadores molestos sumieron a esos países en el caos, los acuerdos con siniestros caciques locales para asegurarse la provisión de coltan, de petróleo o de cualquier otra materia prima, el aprovechamiento del trabajo esclavo en países pobres por parte de marcas de lujo, la utilización de los inmigrantes como mano de obra barata para expulsarlos cuando dejan de ser necesarios, son algunos de los hechos que muestran la responsabilidad de Europa y sus aliados en estas tragedias. Todo ello sin contar con las consecuencias que todavía persisten de nuestras viejas políticas coloniales: la explotación de las colonias se transformó en muchos casos en el apoyo a líderes locales corruptos que impusieron a sus pueblos tiranías que no tienen nada que envidiar a la opresión colonial y a cuyas víctimas se les niega el asilo en los países que impusieron y protegieron a esos dictadores. Y por supuesto que ante estos hechos no se trata de atribuir culpas, que son siempre personales, sino de asumir responsabilidades históricas y políticas.

A diferencia de las persecuciones por conflictos bélicos, las razones que pueden invocarse para exigir una respuesta del mundo desarrollado a esta emigración del hambre no son de tipo jurídico sino moral, aun cuando se trata sin duda del problema más grave de este siglo, un siglo en el cual el problema del hambre tiene soluciones técnicas, aunque esté lejos la solución política. Pero ya se sabe que en el mercado de la economía mundial la moral no es uno de los bienes más cotizados. Y es preocupante que ninguno de los partidos políticos coloque este problema en un lugar preferente de su programa, limitando las respuestas, en el mejor de los casos, a una genérica "cooperación". Además de España y la Unión Europea, existe también el mundo.

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