Dominio público

Radicales socialdemo(c)ratas

Luis Moreno

Profesor de Investigación del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC)

Luis Moreno
Profesor de Investigación del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC)

Neoconservadores estadounidenses recurren al epíteto derogatorio SocialDemoRats para descalificar a sus contrincantes ‘liberales’. Estos últimos, en su acepción norteamericana, no deben hacerse equivalentes a los neoliberales diseminados en los propios EEUU y globalmente. Como programa político, el liberalismo estadounidense comparte con la socialdemocracia europea un apoyo al Estado social y a la economía mixta. Ambos aspiran a combinar legítimamente las lógicas del capitalismo y del bienestar social, encarnadas institucionalmente en los Estados del Bienestar. Como sucedió durante los treinta años de la Edad de Oro del welfare (1945-75), el (neo)keynesianismo inspiró buena parte de la economía política de liberales estadounidenses y socialdemócratas europeos. Pero ahí se desvanecen los puntos de encuentro entre ambos posicionamientos políticos.

Sería difícil homologar en la implementación de las políticas del bienestar el nivel de ciudadanía social alcanzado a ambos lados del Atlántico norte. Baste comparar, como botón de muestra, el servicio sanitario público en el Viejo Continente y la mercantilización privada de la salud en EEUU. Pese a los loables intentos del Obamacare por ofrecer atención sanitaria a millones de estadounidenses sin seguro privado, a los insolventes se les sigue expulsando de los hospitales como ya mostraba gráficamente el filme ‘Sicko’ de Michael Moore. Reaccionarios norteamericanos y derechistas continentales coinciden a la hora de despreciar a sus adversarios políticos socialdemo(c)ratas. Para ellos se trata de radicales peligrosos que deben ser derrotados en las urnas sin contemplaciones.

En el sector zurdo del espectro ideológico, comunistas y anarquistas han recurrido a menudo a la alegoría del roedor para descalificar a los socialdemó(c)ratas como mamporreros de una ideología burguesa disfrazada de tintes progresistas. Por ende, el Estado del Bienestar ha sido combatido desde tales credos como una institución represora a desmantelar para así facilitar la propiedad colectiva de los medios de producción o la disolución de las instancias estatales. A ambos flancos de la socialdemocracia han proliferado a discreción críticas variopintas de quienes la han considerado adversaria por sostener ideas alternativas, o incluso enemiga por propiciar el desviacionismo de trayectorias ortodoxas.

Tras la caída del telón de acero el capitalismo del bienestar se sintió liberado del miedo soviético, y el neoliberalismo impuso su discurso sustituyendo las propuestas de redistribución por la superior eficiencia del mercadeo. Con la hegemonía ideológica de lo privado sobre lo público, el individualismo posesivo pasó a ofrecerse como código moral de relaciones sociales. Al ser el individuo único propietario de sus destrezas y capacidades, su deuda con la sociedad es entendida como mínima y prescindible. Ya Margaret Thatcher había apuntado el dilema que suponía para los ciudadanos otorgar su confianza bien a las instituciones públicas o a los mercados. Para la ‘dama de hierro’ existían individuos, hombres y mujeres, los cuales debía ocuparse de ellos mismas. Con posterioridad, la socialdemocracia en el gobierno británico alentó la creencia de que los individuos eran los principales responsables en la cobertura de sus riesgos vitales. Como declaró Peter Mandelson, entonces consejero aúlico (spin doctor) de Tony Blair: "Poco nos importa que la gente millonaria se forre de dinero, siempre que paguen sus impuestos". Una aseveración tal, incontestable en puridad dialéctica, no despejaba la duda de si los superricos deberían pagar superimpuestos en consonancia con el principio de la progresividad fiscal, pilar financiero del Estado del Bienestar. Como se ha hecho evidente en los últimos lustros, los socialdemócratas en el gobierno se han mostrado reacios a ponerle al gato fiscal el cascabel progresivo.

Como efecto perverso e indeseado, más significativa quizá haya sido la ‘contribución’ de la socialdemócrata gobernante europea a incentivar el enriquecimiento personal y hacer suyo el ‘espejismo de la riqueza’ de corte hollywoodiense. La compulsión a hacerse rico a toda costa, ha favorecido la propagación de corruptelas en todos los niveles administrativos de la ‘cosa pública’. Los comportamientos corruptos --o los engaños con apariencia de verdad-- de militantes de partidos y asociaciones que proclaman la solidaridad con los más desfavorecidos, han penalizado la credibilidad de formaciones representantes de la socialdemocracia tradicional. En España, ello ha pesado como una losa  en sus aspiraciones electorales, como se ha constatado en las últimas elecciones locales y autonómicas.

Algunos observadores auguraban que lo importante para los votantes eran las nuevas políticas antes de emitir su voto. Sin embargo, lo que ha sucedido es que un considerable porcentaje de españoles ha dado su voto a los nuevos políticos, quebrando de ese modo el bipartidismo hegemónico desde la Transición. El cariz de la consulta electoral ha girado en torno a lo que politólogos anglosajones denominan como single issue politics, o contiendas electorales concentradas en un asunto primordial. El repudio de buena parte de los ciudadanos hacia la indecencia de miembros destacados de la clase política les habría motivado a romper —¿transitoriamente?— con lo ya conocido, y a otorgar sus votos a formaciones y rostros nuevos.

Con su sangría electoral, la socialdemocracia en España ha certificado sus dificultades con la corrupción. De resultas, otras formaciones ‘radicales ‘ anticapitalistas han aprovechado la ventana de oportunidad que les ofrecían los errores de sus competidores y han retomado con la fe del nuevo converso el ideario de las políticas sociales y el Estado del Bienestar. Los supuestos ‘radicales’ antisistema integrados en coaliciones alternativas en los ámbitos estatales y subestatales, proclaman ahora a los cuatro vientos su compromiso por defender las seculares conquistas sociales de la socialdemocracia.

Sin la ‘amenaza’ del comunismo estatalista soviético, el Estado el Bienestar europeo confronta un incierto futuro por el acecho del comunismo ‘todo a cien’ chino y las prácticas de dumping social de otra economías emergentes. Los nuevos ‘radicales’ socialdemócratas españoles prefieren sistemas nórdicos como el sueco o finlandés, de larga trayectoria y contrastada legitimidad. También los cristianodemócratas ‘radicales’ podrían reclamar un tipo alternativo de Estado de Bienestar, igualmente eficaz y adaptado a sus creencias y valores. No debe olvidarse que los cristianos sociales decimonónicos fueron inductores de los sistemas de protección social en países como Alemania, Bélgica, Francia o Italia. Según parece, entre ‘radicales’ anda el juego de la supervivencia de nuestro Modelo Social Europeo.

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