Dominio público

El hambre

Augusto Klappenbach

Escritor y filósofo

Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo

El poder de las imágenes ha conseguido obligar a algunos países de la Unión Europea a acoger a los miles de refugiados que demandan asilo. Algunas de ellas eran estremecedoras, como la del cadáver del niño de cinco años en la playa y la del camión donde murieron por asfixia 71 emigrantes. Y sean bienvenidas si logran evitar algunas tragedias entre esa gente que busca refugio. Pero ya se está aprovechando este éxodo para distinguir a los refugiados que huyen de la guerra de los miles que huyen del hambre, de los cuales no abundan ahora las imágenes. No es verdad que "una imagen vale por mil palabras": el libro que voy a comentar no contiene imágenes, solo contiene palabras, pero creo que su lectura ayuda a entender lo que está pasando.

Es conocida la frase de Adorno afirmando que no es posible la poesía después de Auschwitz, sospecha que puede extenderse a la filosofía. Cuando el horror supera ciertos límites, parece que cualquier actividad cultural que tenga alguna relación con el juego —la poesía y la filosofía la tienen, como la música— constituye una ocupación supuestamente frívola que parece ofender los sentimientos de indignación y espanto que provocan esos hechos.

Recordé esa frase cuando leí el libro de Martín Caparrós, El hambre, (Anagrama, 2015). El libro no trata de los campos de concentración sino de una situación tan conflictiva con la poesía como el horror nazi, con la diferencia de que afecta a muchas más personas. En mi opinión, no se trata de los que suele llamarse "un buen libro"; se trata de un extenso ensayo de más de 600 páginas, irregular, repetitivo, desordenado, que incluye páginas prescindibles y de redacción apresurada. Pero ese es también su mérito: es un libro escrito "a martillazos", como diría Nietzsche, cuyo estilo se subordina a la terrible realidad que describe.

El libro ofrece muchos datos y cifras, aunque lejos de la asepsia de los cuadros estadísticos de los sociólogos y economistas. Pero no es ese su principal aporte: todos sabemos ya que unos 850 millones de personas (una de cada nueve) pasan hambre severa, que unos 25.000 mueren cada día por causas relacionadas con el hambre, que unos tres millones de niños mueren cada año de desnutrición y que un número muy superior a todos estos malvive cada día sin saber si podrá comer al día siguiente y dedica toda su vida –afortunadamente para ellos no muy larga- al trabajo elemental de sobrevivir un día más. Y sabemos también que aunque se presenta como un logro importante la disminución de la pobreza extrema que se registra en los últimos años, esa disminución no llega a hacer posible el modesto proyecto de la ONU de reducir el hambre a la mitad en este año 2015 y tiene como causa principal el crecimiento económico de China, realizado a costa de desigualdad y explotación.

Lo que convierte el libro de Caparrós en imprescindible no son estos datos sino sus relatos de situaciones concretas recogidos en sus viajes por la India, Bangladesh, Níger, Kenia, Sudán, Madagascar, Argentina y hasta Estados Unidos. Las conversaciones que tuvo con hombres y mujeres que saben lo que es el hambre —nosotros no lo sabemos— no caen en ningún momento en el sentimentalismo compasivo ni en la manipulación de la culpa. Las entrevistas con los hambrientos son sobrias, serenas, incluso en muchas de ellas quienes hablan aceptan esa situación sin protestar, como el resultado de la voluntad divina o el orden natural de las cosas. Pero, eso sí, nos presentan una cara del hambre que ni hemos vivido ni podremos vivir en nuestro mundo, aun cuando el hambre no sea ya un tema ajeno a muchas familias de nuestro país.

Porque el hambre de lo que Caparrós llama El Otro Mundo es un hambre estable y crónica. Entre nosotros, el hambre –que existe, hay que recordarlo- es un hambre que la persona que la sufre puede compararla con la comida: su sufrimiento consiste en la añoranza de un plato cuyo sabor recuerda. Por mucho que dure, el hambre en nuestro mundo es siempre una situación anormal, tiene altibajos y así la viven quienes la sufren. Muchos de los entrevistados en el libro, por el contrario, no conocen otra cosa que el hambre. El hambre constituye la normalidad, su modo de vida, y se reconcilian con ella. Para muchos la única preocupación cotidiana, en la que invierten no solo su trabajo sino también su imaginación, consiste en preguntarse qué van a comer ese día y con qué van a alimentar a sus hijos y eso les parece natural. Y su alimento consiste, en algunos casos, en una bola de mijo amasada a la cual se le agrega algo de leche cuando se la puede conseguir. O solo arroz, en el mejor de los casos. Caparrós pregunta a un ama de casa qué le gustaría comer, y ella insiste en la bola de mijo; ni conoce ni se plantea otras posibilidades. Y cuando llevan al niño al médico de alguna ONG y este les dice que está desnutrido, se asombran y casi se ofenden, sin comprender que alimentar a un bebé con esa pasta es condenarlo a una discapacidad de por vida, en el mejor de los casos. Porque el concepto de hambre también incluye a cientos de millones que comen regularmente pero que durante toda su vida están subalimentados. Hidratos de carbono, algo de azúcar y de grasa y ausencia de proteínas como dieta exclusiva desde la infancia producen discapacidades diversas, limitación del crecimiento y la propensión a un sinnúmero de enfermedades.

Estos testimonios no están dirigidos a provocar lástima, compasión, culpa y ni siquiera indignación. Creo que el autor solo pretende –y no es poco- que conozcamos un poco mejor el mundo en el que nos ha tocado vivir y descubramos los intentos de falsificar el problema del hambre. Por ejemplo, suponiendo que se trata de una insuficiente producción de alimentos, de pertinaces sequías, de pequeños dictadores insensibles a la situación de sus súbditos, de prejuicios culturales atávicos. De todo esto algo hay, sin duda. Pero el discurso oficial pretende presentar el hambre como una consecuencia fatal de circunstancias que no están en nuestras manos. Ocultando cuidadosamente que estamos en la primera época histórica en que el problema sería técnicamente resoluble y que la respuesta solo puede ser política: podemos producir mucha más comida de la necesaria para alimentarnos a todos. Y que el enorme aumento del precio de los alimentos en los últimos años ha tenido mucho que ver con la especulación de importantes grupos financieros, que han descubierto en las tierras baratas y poco explotadas de los países pobres –sobre todo africanos- un excelente refugio para sus capitales una vez que las hipotecas sub prime dejaron de ser un buen negocio. El sistema sigue aproximadamente el siguiente procedimiento. Un grupo inversor compra o alquila por un precio ridículo tierras poco explotadas en un país del tercer mundo, de las cuales viven precariamente muchos campesinos con sus pequeños cultivos, que les alcanzan para paliar el hambre. Promete aumentar la producción aportando tecnología, financiar servicios sociales y contratar a campesinos de la zona. Todo ello, por supuesto, con la complicidad de algún sátrapa local. Una vez que ese grupo ha tomado posesión emplea a unos pocos campesinos con sueldos miserables, ya que traen medios mecánicos que los reemplazan, obligando a los demás a malvivir en las chabolas de las ciudades. Las promesas de servicios sociales se dilatan indefinidamente y la ganancia de la explotación emigra a los países centrales. Y si el negocio no proporciona los resultados apetecidos, tanto peor: las tierras quedan en un limbo legal, más improductivas que antes.

Por supuesto que estas maniobras no explican en su totalidad el problema del hambre. Pero constituyen una prueba evidente de que el problema no interesa a quienes podrían tener posibilidades de buscar su solución. Según Caparrós, los poderes públicos prefieren una limitada cooperación internacional que mantenga la situación pero evite explosiones y revueltas que pondrían en peligro la estabilidad de sus negocios. Y resulta incomprensible que ninguno de nuestros partidos políticos incluya este problema –sin duda el mayor problema del mundo en este siglo, junto con el estado de nuestro planeta- como prioridad en sus programas.

¿Qué podemos hacer nosotros? El libro huye de recetas, mensajes moralizantes y culpas improductivas. Allá cada uno con sus respuestas. El autor confiesa que él tampoco las tiene. Lo intolerable no son las dudas y perplejidades sino las hipocresías que pretenden convertir una tragedia evitable en un fenómeno fatal de la naturaleza, semejante a los terremotos y las inundaciones y reaccionar con condolencias y explicaciones construidas para aliviar las culpas. Y en este sentido se puede y se debe seguir pensando e incluso haciendo filosofía, incluso después de Auschwitz –o del hambre, que es lo mismo-. Porque lo menos que se merecen los hambrientos es que tratemos de entender su situación y denunciemos las justificaciones interesadas.

Y termino citando una frase de Caparrós que resume su libro: "¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?".

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