Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo
La reforma educativa del exministro Wert vuelve a establecer la opción obligatoria entre las clases de Religión o de Valores Sociales y Cívicos (en primaria) y Valores Éticos (en secundaria), otorgando nuevamente valor puntuable a la calificación de Religión para el expediente académico del alumno. Sus efectos ya se han comenzado a notar: en Madrid, la matriculación para la asignatura de Religión ha subido un 150%, ya que muchos alumnos consideran que requiere menos esfuerzo que la de Valores Éticos.
La mera presencia de una asignatura de contenido religioso –y no solamente cultural- en el currículo de la enseñanza pública en un Estado no confesional constituye una incongruencia que provoca muchas otras, como la designación por parte de los obispos de profesores sin ningún tipo de garantías académicas cuyos salarios se pagan con dinero público. Y a quienes se les ha exigido en algunos casos que en su vida privada pongan en práctica determinadas exigencias propias de la moral católica, como la el matrimonio indisoluble. Bienvenidas por lo tanto las propuestas de algunos partidos de quitar la Religión del horario escolar. Pero en este artículo me interesa discutir los supuestos que implica la opción entre una asignatura religiosa y otra de contenido ético, que al figurar como alternativas se supone que se dirigen a lograr objetivos comunes o al menos complementarios.
La formación de los estudiantes en valores éticos constituye sin duda una responsabilidad de las autoridades educativas. Pero esta obligación incluye un límite muy claro: una educación pública solo debe promover aquellos valores que la sociedad considera necesarios para asegurar una convivencia democrática entre los ciudadanos, como el respeto a las leyes, la tolerancia ante otras opiniones, la defensa de la igualdad entre los sexos, el rechazo del racismo y la xenofobia, el cuidado del medio ambiente, etc. El Estado –y cualquier profesor- excedería sus competencias si pretendiera adoctrinar a los estudiantes en opciones que admiten más de una respuesta en una sociedad democrática y que dependen de variables ideológicas. En estos casos, nada impide que el profesor invite al debate, pero en ningún caso se podrá considerar como un objetivo de la asignatura promover una u otra respuesta.
Cosa que, por supuesto, no sucede en una educación confesional, basada en una religión determinada. La doctrina de la Iglesia defiende –legítimamente, por supuesto- normas morales que no están dirigidas a orientar la convivencia democrática sino que se internan en el terreno de las convicciones personales. Incluso algunas de ellas, como en el caso del aborto o los matrimonios homosexuales, se oponen al ordenamiento jurídico vigente. Nadie duda de que la Iglesia tiene derecho a instruir a sus fieles en el tipo de moral que considere oportuno y a disentir de la legislación vigente. Pero en este caso no corresponde al Estado establecer y financiar el adoctrinamiento en estas doctrinas en la enseñanza pública. Y conviene recordar que hay enseñanzas morales de la Iglesia católica que nunca han sido oficialmente desautorizadas y que algún profesor puede rescatar de los viejos catecismos. Puede, por ejemplo, convencer a los niños de que por faltar una vez a la misa dominical o haberse masturbado estaría condenado a sufrir torturas eternas si no se confiesa o que sus padres divorciados y vueltos a casar viven en pecado y se condenarán. Creencias de las cuales se ha convencido a generaciones enteras durante mucho tiempo. Y al hacerlo, ese profesor no estaría violando ninguna ley. ¿Puede el Estado admitir que esto se enseñe en aulas públicas y permitir el posible daño psicológico que esto provoque a los niños?
Por supuesto que en la educación actual existen muchos profesores de religión sensatos, abiertos, dialogantes y que incluso son capaces de rescatar lo mejor del cristianismo y transmitirlo a sus alumnos. Porque hay que recordar que la ética cristiana significó en su momento una auténtica revolución moral en la historia de las religiones. Por primera vez una creencia religiosa ponía como condición necesaria para la unión con Dios el respeto y la solidaridad en las relaciones sociales, según el relato del juicio final en el Evangelio de Mateo, y el mandamiento del amor como única ley moral. Pero poco duró esta novedad: cuando el cristianismo se convirtió en Iglesia institucional la moral retomó su camino de prohibiciones, amenazas y cultivo de culpas. Y no son escasos los profesores que siguen fieles a esa moral que poco tiene que ver con el aporte del cristianismo y mucho con una tradición represiva y casposa. ¿Puede el Estado desentenderse de la selección de profesores y del tipo de moral que enseñen, confiando esa tarea a autoridades eclesiásticas que carecen de cualquier calificación en el campo educativo (y quizás en muchos otros)?
En cualquier caso, y hablando en general, parece curioso que la Iglesia Católica se arrogue el papel de defensora de las normas morales, como suelen hacer sus representantes oficiales. Hay que recordar que en su historia justificó la esclavitud, la tortura, la sumisión de la mujer y culpabilizó la sexualidad, la laicidad del Estado, la libertad de conciencia. Y basta un paseo por internet para convencerse de que actualmente algunos grupos católicos siguen defendiendo esas doctrinas. Nadie niega el papel importante que la religión ha cumplido en la historia de occidente, y por ello el conocimiento de su trayectoria y de su doctrina debe formar parte de los programas educativos. Ninguna persona culta puede desconocer esos aspectos de la historia, y ese era el objetivo de la asignatura "Sociedad, Cultura y Religión" que durante algún tiempo reemplazó a la asignatura de Religión. Pero la asignatura actual no se dirige a cumplir esa función cultural sino que tiene objetivos confesionales, es decir, enseñar a los alumnos las creencias de la Iglesia como contenidos de conocimiento dogmáticamente vigentes y no como cuestiones discutidas o de carácter histórico. Recordando, claro está, que algunos profesores pueden, por su cuenta, enfocar el curso de manera diferente.
En definitiva, más allá del problema central, que consiste en la presencia de una asignatura cuyo lugar no está en la educación pública sino en la familia y en las instituciones eclesiásticas, constituye un absurdo considerar como una alternativa la elección entre religión y ética, en la medida en que los objetivos pedagógicos a los que se dirigen ambas asignaturas son radicalmente diferentes. Y atribuirle a la educación religiosa la capacidad de formar a los alumnos en una moral cívica implica la suposición de que la religiosidad que se enseña fomenta los valores morales democráticos, suposición que puede ser válida en algunos casos gracias a profesores inteligentes pero que de ninguna manera puede generalizarse. Y menos cuando el Estado renuncia a seleccionar al personal docente y los contenidos de la asignatura.
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