Dominio público

Cannabis: del club a la cárcel

Juan Antonio Lascuraín

Catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid. Miembro del Colectivo DeLiberación

Juan Antonio Lascuraín
Catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid. Miembro del Colectivo DeLiberación

El pasado mes de septiembre el pleno de la sala de lo penal del Tribunal Supremo decidió condenar a penas de prisión a cinco miembros de una asociación dedicada al cultivo colectivo de cannabis. Dos nuevas sentencias del mismo tribunal han confirmado esta interpretación del delito de tráfico de drogas, corrigiendo en los tres casos las resoluciones absolutorias que habían sido dictadas por las correspondientes Audiencias Provinciales. Todos los acusados han acudido ahora al Tribunal Constitucional en demanda de amparo de sus derechos fundamentales.

¿Cómo puede ser esto de que los mismos hechos no sean delictivos para unos tribunales y sí para otros —y, en este caso, para el que al final importa, que es el Supremo—? ¿Cómo puede ser que sin cambio legal por medio la misma persona que ayer estaba transparentemente en el club de cannabis, con la policía paseando tranquilamente ante su puerta, hoy pueda penar entre los muros de una prisión?

Una primera explicación la encontramos en cómo (de mal) está redactada la ley. Otra, en cómo (de mal) la interpreta el Tribunal Supremo.

La primera causa es bastante preocupante. La descripción de los rasgos de la conducta delictiva es extraordinariamente vaga, por lo que, hablando de cárcel, lo que se vuelve vago es nada menos que el futuro de nuestra libertad. Nuestro código penal considera que es punible cualquier acto de promoción, favorecimiento o facilitación de consumo "ilegal" de drogas, y la tenencia de las mismas con dichos fines. Suponiendo por tal consumo todo el que no sea terapéutico - cosa que no aclara ninguna ley y que parece poco coherente con el libre desarrollo de la personalidad, uno de los fundamentos de nuestra Constitución (art. 10.1 CE) -, resultaría que, en principio, cometería un delito el que compra una dosis de droga para consumirla. Como esto resulta, por paternalista, constitucionalmente inaceptable – un delito sin más víctima que su autor -, pronto se entendió que el delito exigía alteridad, que se difundiera hacia otros tan nociva práctica para la salud, y que por lo tanto el cultivo, la compra o la tenencia para el consumo propio no eran punibles. Con loable racionalidad, la jurisprudencia acabó infiriendo que tampoco traficaba con drogas el que la repartía después de haberla comprado por acuerdo, encargo y pago de los destinatarios. ¿Acaso podía no ser delito si los siete amigos guardaban cola ante el camello y sí en cambio si ahorraban tiempo y esfuerzos y encargaban la gestión a uno de ellos?

Algo parecido debería suceder con el cultivo. Si no es delito plantar en una maceta semillas de cannabis para el posterior consumo de tan modesto cultivador, ¿habrá de serlo si se pone de acuerdo con sus amigos consumidores y deciden organizar un huerto colectivo con la exclusiva finalidad de atender al consumo propio, tan libre y perjudicial para ellos como inocuo para los demás?

La sensatez del no a la pregunta anterior llevó a la proliferación de clubes dedicados al autocultivo de cannabis. Y esa sensatez, afirmada por la mayoría de los penalistas y por algunos tribunales, pero negada por otros, es la que se ha terminado poniendo en la mesa del Tribunal Supremo y la que ha sido recientemente rechazada por él, con algunos votos discrepantes, en decisión tan argumentada y bienintencionada como falta de claridad, arrojo y perspectiva.

El más llamativo de estos defectos es el primero (la vaguedad, añadida a la propia de la ley), pues la seguridad jurídica era lo que justificaba la expectación que había suscitado esta sentencia y el que aquella mesa fuera la mesa grande del pleno de la sala de lo penal. El alto tribunal señala que el cultivo compartido de cannabis es delictivo en determinados supuestos, y no en otros, pero no termina de dejar claro cuáles ni por qué. No se explica por qué en la lógica del cultivo colectivo es tan importante para la impunidad el que los socios sean pocos y consumidores habituales. Tampoco aclara la sentencia en qué consisten esos medios de control de la sustancia que añora a pesar de que en los casos enjuiciados no se ha probado ningún acto de difusión de droga hacia alguien que no fuera socio. Y finalmente no determina dónde está la crucial alteridad que le sirve para afirmar que el delito existe: quiénes eran esos otros hacia los que unos, los acusados, difundían la droga. Si lo eran el resto de los socios -a pesar de que se concebían a sí mismos como unos- o si lo eran los no socios -y entonces habría quizás que haber acusado a todos los socios-, a pesar de que no hubo traslado alguno de cannabis hacia ellos ni se acredita intención alguna de hacerlo.

Claro que la claridad no es fácil de buscar en una norma penal que, a decir de la sentencia, tiene "contornos casi desbocados", una "desmesurada extensión". Pero si esto es así, si estamos ante un precepto, el contenido en el artículo 368 del código penal, que según el ojo con el que se lea lleva a miles de ciudadanos del cielo de la libertad al infierno de la cárcel, entonces lo que sucede es que este precepto es inconstitucional por inseguro, por indeterminado. Y que lo que le ha faltado al tribunal es sensibilidad para apreciar que, si era delictiva la conducta de los acusados, los mismos ni lo sabían ni podían saberlo. Y que lo que le ha faltado también no es tanto una imposible sabiduría como el exigible arrojo de cuestionar su constitucionalidad y obligar al legislador, Tribunal Constitucional mediante, a definir qué conductas considera realmente intolerables cuando de cannabis se trata.

Que no parece que sean las mismas que extrae el Tribunal Supremo de la lábil norma actual, con su rígido entendimiento de qué es el autocultivo y de cuándo este es colectivo. Lo que le preocupa al legislador son las conductas que se producen en el ámbito de la oferta y la distribución de la droga y no las que, organizadas o no, tienen lugar en el ámbito de los consumidores, de la demanda: en un ámbito que, lejos de ser objeto de castigo, lo es de protección legislativa. Puestos a concretar la ley, no parece que deban incluirse entre las conductas intolerables las que ahora el Tribunal Supremo ha decidido que deben ser penadas. Porque, como con valentía y rigor democrático ha afirmado la Corte Suprema de México, no son sino manifestación del libre desarrollo de la personalidad de los ciudadanos. Y porque supone arrojar a buena parte de los socios de estos clubes – unos 150.000, según afirmó en el Senado la representante de la Plataforma de Asociaciones y Usuarios del Cannabis – al mercado negro de la droga: a la adquisición de un producto posiblemente adulterado y seguramente caro. Paradójicamente, para alegría de las organizaciones que sí se dedican a su tráfico.

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