PAUL LAVERTY
Todos estamos familiarizados con el ritual del retorno a casa, desde tierras extranjeras, del cuerpo de un soldado muerto: música solemne, bandera nacional, escoltas y saludos recogidos en detalle por la prensa mientras políticos y generales dedican palabras de ánimo a los desconsolados familiares. No fue exactamente así para Deely, la hermana de Robert, un ex paracaidista que sufrió una emboscada en Irak y llegó a Glasgow en avión desde Kuwait. El empleado de la funeraria le dijo a Deely que ese día iban diez cuerpos en el avión. El ataúd de Robert parecía un "gran cajón naranja". No hubo ni bombo ni platillo, ni bandera nacional ni periodistas, ni una pregunta. Su muerte, que sepamos, no se añadió a ninguna lista. La razón es sencilla. Robert ya no era un paracaidista, sino un contratista privado. Hay quien los llama soldados privados, guerreros corporativos o asesores de seguridad. Los iraquíes los llaman mercenarios.
El negocio de la guerra se ha ido privatizando lenta e intencionadamente. El cajón naranja que sirvió de ataúd a Robert nos lo recuerda, al igual que las estadísticas. Patrick Cockburn, un respetado comentarista, calculó que durante el punto álgido de la ocupación hubo unos 160.000 contratistas extranjeros en Irak y que muchos de ellos, quizá hasta 50.000, fueron personal de seguridad dotado con todo tipo de armas. La guerra, y más tarde la ocupación, no habría sido posible sin este apoyo. Gracias a Paul Bremer, director de la Autoridad Provisional de la Coalición asignado por EEUU, todos los contratistas gozaron de inmunidad ante las leyes iraquíes mediante la Orden 17, impuesta al nuevo Parlamento de ese país. Dicha orden duró desde 2003 hasta comienzos de 2009.
A nadie le interesa contar cuántos civiles iraquíes han muerto o resultado heridos a manos de contratistas privados, aunque la evidencia sugiere que el abuso ha sido generalizado. La masacre de Blackwater (17 civiles muertos en Bagdad) fue el incidente más aireado, pero hubo muchos de los que no se informó. Un contratista veterano me contó que un sudafricano le había dicho que matar a un iraquí era lo mismo que "disparar a un infiel". Otros contratistas más serios, orgullos de su profesionalidad, me dijeron que les asqueaba la violencia de los "chapuceros". Si un contratista se veía envuelto en un incidente que provocase escándalo, su empresa lo sacaba rápidamente del país. Impunidad por decreto.
Mientras los contratistas más modestos se jugaban la vida en Route Irish, los directores generales de esas mismas empresas amasaban fortunas. David Lesar, director general de Halliburton (donde Dick Cheney fue consejero delegado), ganó casi 43 millones de dólares en 2004. Gene Ray, de Titan, obtuvo más de 47 millones entre 2004 y 2005. J. P. London, de CACI, ganó 22 millones. El diablo no se pierde puntada. Los contratistas privados llegaron a cobrar al Ejército estadounidense cien dólares por la colada individual de un soldado. En un informe oficial de enero de 2005, el investigador general especial para la reconstrucción de Irak, Stuart Bowen, reveló que más de 9.000 millones de dólares habían desaparecido debido al fraude y la corrupción, y eso fue sólo durante un periodo muy limitado de la Autoridad Provisional. Impunidad financiera también. Como me dijo un contratista, el "lugar apestaba a dinero". No sorprende que tantísimos soldados mal pagados, así como la élite de las Fuerzas Especiales, se uniesen a estas corporaciones militares privadas, ya que se les presentaba una ocasión única de "llenarse los bolsillos".
Puede que la Orden 17 se haya revocado en Irak, pero su espíritu sigue imperando: la peste a impunidad, las mentiras, el desprecio por las leyes internacionales, la desautorización de los Convenios de Ginebra, las cárceles secretas, la tortura, el asesinato... los cientos de miles de muertos. Mientras me imagino a los autores intelectuales de todo esto (Bush, Blair, Rumsfeld y compañía), recogiendo sus millones en discursos de sobremesa y creando sus fundaciones ecuménicas, no puedo evitar pensar en las enfermeras de Faluya asistiendo en los nacimientos de bebés con dos cabezas y caras deformadas, una cortesía de las bombas químicas que cayeron sobre esa ciudad. Nuestro regalo para el futuro.
Nos preguntamos que pasará cuando la Orden 17 vuelva a casa.
Paul Laverty es escritor. Guionista de la película ‘Route Irish’, de Ken Loach
Ilustración de Jordi Duró
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