PEDRO ARROJO AGUDO
Desde hace casi 20 años, se viene planteando la necesidad de pasar la página del costismo en materia hidráulica para abrir definitivamente la de la nueva cultura del agua. La crisis económico-financiera debería ayudarnos a romper las últimas inercias, aunque sólo sea por necesidad. La directiva marco de aguas de la UE exige asumir progresivamente nuevos criterios de racionalidad económica y de responsabilidad de los usuarios, mediante el "principio de recuperación de costes". El hecho de que la ley deje libertad al Gobierno para fijar el ritmo de aplicación de tales criterios no excusa su responsabilidad de aplicarlos y más en estos momentos, con la que está cayendo.
La vieja estrategia costista de subvencionar grandes obras hidráulicas para transformar nuevos regadíos constituye hoy en España el frente de inversión pública más irracional desde el punto de vista económico e incluso social (impactos ambientales aparte). Aunque generó balances positivos durante buena parte del siglo XX, no sólo en España sino en todo el mundo, ya en los años setenta entró en crisis por razones fundamentalmente económicas, motivando profundos cambios en EEUU a mediados de los ochenta. En la década de los noventa, la necesidad de incorporar los impactos ambientales sobre los ecosistemas fluviales y costeros contribuyó a cerrar los argumentos que hoy sitúan la construcción de grandes presas fuera de las prioridades de los países más avanzados en materia de gestión de aguas.
Transformar una nueva hectárea de regadío en Navarra o en Aragón costaba, a finales de los noventa –cuando se discutía el Plan Hidrológico Nacional–, unos 32.500 euros (hoy serían 43.000), sólo en amortización de infraestructuras, mientras que su valor de mercado, según datos oficiales, apenas llegaba a 10.000 euros. Para colmo, la tasa de devaluación del regadío ha mantenido un ritmo superior al 5% anual durante más de una década. Los regantes acaban pagando apenas una quinta parte de esos costes en forma de canon y tarifa, el resto "lo paga el rey"; es decir, todos. En resumen: hacer una nueva hectárea de regadío extensivo cuesta hoy cuatro veces más de lo que vale esa hectárea con arreglo a lo que renta.
Ante la evidente irracionalidad económica de este tipo de inversión, se suele argumentar el valor social del nuevo regadío en el medio rural. Sin embargo, desde el modelo imperante, con cultivos extensivos (maíz, alfalfa, arroz...), elevados consumos de agua (entre 7.000 y 12.000 metros cúbicos por hectárea) y teniendo en cuenta que cada puesto de trabajo requiere entre 40 y 50 hectáreas, la inversión supone en torno a dos millones de euros por puesto de trabajo creado. Es decir, una cantidad entre diez y veinte veces superior a la inversión media necesaria para crear un puesto de trabajo en nuestra economía actual.
En las actuales circunstancias, cuando el Gobierno impone medidas tan duras socialmente, se hace necesario, cuando menos, una revisión de tales planes y de los correspondientes proyectos. Haciendo de la necesidad virtud, sería el momento de aplicar los nuevos criterios de racionalidad económica que exige la directiva marco de aguas. Es la ocasión no sólo de reducir gastos, ahorrando inversiones irracionales, sino de redirigir las exiguas capacidades disponibles del erario público en esta materia hacia los nuevos enfoques de desarrollo rural que el propio Gobierno viene proponiendo. Enfoques en los que se prioriza la modernización del regadío existente y se promueve un modelo económico integrado para el medio rural, superando la tradicional mitificación del regadío como única opción de desarrollo y de mantenimiento de la población.
Por ejemplo, ¿en Aragón, qué sentido tiene invertir 250 millones de euros en el conflictivo "recrecimiento" de la presa de Yesa para aumentar el regadío en Bardenas, en lugar de centrar esfuerzos en modernizar el existente? ¿O gastar 135 millones en el embalse de Biscarrués, que ofrece un balance coste/beneficio ruinoso? ¿O emplear 200 millones en construir el embalse de Mularroya, que los regantes se niegan a pagar, en lugar de promover la recarga artificial del acuífero de Alfamén (el embalse subterráneo de la naturaleza), hoy sobreexplotado? ¿Qué sentido tiene extender 100.000 hectáreas más de regadío, sólo en Aragón, cuando no hay jóvenes que lo quieran trabajar ni garantías de riego en el futuro?
Rectificar es de sabios, dice el refrán, aunque para los poderosos suele interpretarse que es de débiles. Pero, en este caso, rectificar es sencillamente ineludible, sobre todo cuando se exigen sacrificios tan notables a pensionistas y funcionarios. Se trata, en suma, de racionalizar la inversión pública, concentrándola en modernizar nuestros sistemas de riego y de abastecimiento urbano.
Pedro Arrojo Agudo trabaja en el Departamento de Análisis Económico de la Universidad de Zaragoza
Ilustración de Mikel Casal
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