Dominio público

Sacar los pies del tiesto

Juan José Téllez

JUAN JOSÉ TÉLLEZ

El zapato –un 44 negro del pie derecho– trazó una hipérbole en el aire y fue a rebotar contra la carrocería de un buga oficial hasta caer junto a Recep Tayyip Erdogan. El primer ministro de Turquía tardó en reaccionar a pesar de que alguien le había gritado en un idioma remoto algo así como "¡asesino, vivan los derechos humanos y viva el Kurdistán libre!". Lo comprendió todo, en cambio, cuando sus escoltas se abalanzaron sobre un muchacho, a quien inmovilizaron en el suelo y metieron luego a empellones en un furgón policial.
"También es mala suerte, ni siquiera le he dado", podría reprocharse Hocman Joma, aquel kurdo de 27 años, justiciero del kanfor con pasaporte sirio, que tramitaba en ese momento la renovación de su permiso de residencia pero que permanece detenido desde entonces en el centro penitenciario Sevilla I. Los hechos tuvieron lugar a las puertas del ayuntamiento de la capital de Andalucía, el lunes 22 de febrero de este año, cuando el nuevo Nasser de Estambul salía de recoger un premio por su sincero esfuerzo en urdir la alianza de civilizaciones, aunque sea sin los kurdos.
Si Erdogan fuese un cualquiera, el asunto quizá no habría llegado ni a una simple infracción. Incluso es probable que la pésima puntería del agresor le hubiera evitado una de esas multas de 30 euros por bofetada que fija la legislación al uso. Sin embargo, en un juicio que se ha señalado para el próximo 28 de junio, el joven reo se enfrenta a cargos de agresión a la policía, injurias y resistencia a la autoridad, entre otros, por lo que se arriesga a tres años y ocho meses de prisión y a una multa de 1.500 euros; e incluso a la expulsión de España, país adonde llegó en 2005 como solicitante de un asilo imposible que nunca le fue reconocido. Una pena mucho mayor que la que terminó cumpliendo en Irak el reportero Muntazer Al-Zaidi, autor del famoso zapatazo contra George W. Bush en diciembre de 2008, quien sólo vivió, en cambio, nueve meses a la sombra.
Más curioso resulta, si cabe, que el propio Al-Zaidi recibiera posteriormente un zapatazo de manos de un acérrimo partidario de la política estadounidense en Irak. Tacones de ida y vuelta. Ya para entonces esa moda de rebeldía política había ganado adeptos. Así, el primer ministro chino Wen Jiabao fue objeto de una acción similar durante un acto celebrado en Cambridge y, en diciembre del pasado año, en la propia Turquía, un estudiante amagaba con otro complemento similar contra el director del Fondo Monetario Internacional, Dominique Strauss-Kahn. No sólo sorprende que esa innovación en la estética de las protestas políticas haya trascendido a su vez al ámbito de los videojuegos, sino que llama la atención la manifiesta torpeza de los lanzadores de zapatos, ya que en rarísimas ocasiones han alcanzando el centro de sus dianas.

Hay más rabia que utopía en la acción de Hocman Joma, a favor de una patria cuya tierra no existe. De un tiempo a esta parte, los insumisos contemporáneos parecen haber heredado la muleta del Cojo Manteca y sólo aciertan a romper con ella estúpidamente las farolas de la globalización entendida a la medida de los mercaderes. Mejor sería lamernos las heridas de la impotencia y ahorrar nuestras energías para romper con la violencia de las ideas los escaparates donde reina el despotismo del mercado. Claro que siempre es mejor tirar un zapato que tirar la toalla en ese combate cuerpo a cuerpo contra quienes nos quieren bien calzaditos y recitando a coro las monsergas de aquellas políticas que, si no quieres caldo toma tres tazas, ahora pretenden resucitarnos con la misma receta económica con que nos dejaron medio muertos.
Si mayo del 68 nos legó al menos lo de la imaginación y el poder, lo de la playa bajo los adoquines y una batería de hermosas frases para salvar los restos del deseo frente al naufragio de la realidad; sus nietos altermundistas tan sólo acertaron a escribir sobre las paredes de Seattle un estremecedor epitafio del siglo XX: "Queremos vivir, no sobrevivir". En el siglo XIX, era posible que un puñado de soñadores y aventureros urdieran un partido o un sindicato para cambiar el mundo. Y lo cambiasen, incluso, en diez días estremecedores o en cien años de soledad. Ahora, si algunos lo consiguieran y lograran llegar democráticamente a cualquier Gobierno, se darían cuenta de que hasta la soberanía popular nos ha sido usurpada por una tropa de tiburones y que es inútil tomar el palacio de invierno porque también fue víctima de las hipotecas-basura. Ya no pedimos revoluciones que manchen la moqueta, como ironizaba Jean Paul Sartre. Ni siquiera somos capaces de restituir el poder mágico de las urnas frente a la dictadura de los consejos de administración de las trasnacionales que nadie elige por sufragio universal. Ante ese cúmulo de malas noticias, rompemos a chillar cuando tendríamos sencillamente que romper a pensar.
Se dice que en el mundo árabe en general y en el musulmán en particular, lo de ir arrojando zapatos a porfía supone un grave insulto. Tampoco está bien visto en Occidente, por más que disparasen manolos o martinellis, que no es el caso. Se trata, empero, de una nueva forma de sacar los pies del tiesto, en tiempos en los que no hemos sido capaces de enarbolar nuevas banderas de progreso que supongan un repellado eficaz para nuestras viejas ideas. Ojalá que, en vez de zapatos de andar por crisis, supiéramos lanzar zapatas al grito de "la tierra para quien la trabaja" a caraperro de los nuevos terratenientes planetarios, empeñados en conquistar la igualdad, la libertad y la fraternidad definitivamente; sólo que a la baja.

Juan José Téllez es escritor y periodista

Ilustración de Alberto Aragón

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