Dominio público

La escalera de Puyol

Luis Sepúlveda

LUIS SEPÚLVEDA

07-11-b.jpgDurante los tres días previos a la semifinal España-Alemania, seguí con atención la prensa alemana y, desde periódicos objetivos como el Frankfurter Allgemeine hasta el sensacionalista Bild, los periodistas deportivos proclamaban la superioridad alemana. Aludían a la defensa integrada por jugadores altos, fuertes, impenetrables, e incluso el Bild indicaba que si esos tíos bajitos querían tener la oportunidad de tocar una pelota en el área alemana, tendrían que llevar una escalera.
Y en eso apareció Puyol, cuando el aire olía a gol de España, y creo que debo ser el único que lo vio correr con su escalera, una de esas plegables de dos peldaños. La abrió, trepó, y cabeceó un gol de esos que transforman el fútbol en pura poesía.
Esos tíos bajitos lograron más que una victoria merecidísima sobre una selección experimentada, lograron mucho más que pasar a la final: lograron devolver al fútbol su esplendor de gran deporte en el que se conjuga la sagacidad con la inteligencia, la destreza física con la voluntad de vencer y, por sobre todo, el formidable espíritu de equipo que hace de los 11 un todo que se expande y apropia del área rival. El gran ganador del partido Alemania-España es el fútbol. Ahora sí que hay un antes y un después, algo que hacía mucha falta en un deporte en el que el dinero amenazó con desplazar a lo elemental y que se llama jugar bien.
Esos tíos bajitos que entraron a jugárselo todo no son "galácticos", basta ver el semblante sereno de Casillas, el volcán interior de Villa cuando se le va un gol, el ímpetu irreverente de Pedro, o la seguridad apabullante de Iniesta, Xavi o Sergio Ramos, para saber que ninguno de esos tíos bajitos está ahí simplemente porque hay que cumplir con el país. Y a eso se suma la caballerosidad, el juego limpio que hace de La Roja un referente a la hora de hablar del respeto al adversario.
Vi el partido como todo el mundo, por televisión, pero también lo seguí por una radio alemana para saber qué pensaban los alemanes, y la palabra más usada por los comentadores era estupefacción, aludían al desconcierto alemán, a la imposibilidad de salir y hacer unos de sus contraataques letales. Un comentarista llegó a preguntarse cuántos eran los españoles, si alguien los había contado porque no era posible que siempre hubiera dos y tres frenando los intentos alemanes de alcanzar el área española, y otro le respondió que no importaba, que ni siquiera la derrota importaba porque asistían a una exhibición de gran fútbol que hacía de ellos unos afortunados.
Un deporte es grande cuando el resultado genera unanimidad, y esto es justamente lo que consiguió La Roja. En Berlín se congregaron casi 300.000 personas para ver el partido en las megapantallas instaladas en grandes avenidas y, pese al dolor de verse eliminados de la final, la opinión generalizada fue que los españoles merecieron el triunfo. En el resultado no intervino ni la suerte, ni un arbitraje injusto, ni un clima adverso. La Roja se impuso en una clase magna del mejor fútbol, y así lo vieron en todo el mundo.

El mérito es indudablemente de esos tíos bajitos, pero también de Del Bosque, ese hombre serio, parco de palabras, sensato en sus declaraciones y al que la prensa alemana saludó con el mejor de los cumplidos: "Del Bosque es un entrenador que sabe que antes de ponerse la piel hay que matar al oso".
Hace varios años, Eusebio, el gran futbolista portugués, dijo que el fútbol era un deporte en que jugaban 11 contra 11 y siempre ganaban los alemanes. Así era, pero eso ya pasó desde el triunfo español en la Eurocopa y desde la inolvidable tarde de la victoria contra Alemania, desde el momento en que Puyol corrió con su escalera, saltó y marcó ese gol de antología.
Mientras escribo estas líneas se acerca el momento definitivo, pero no se trata de "la hora de la verdad", porque La Roja ha demostrado de sobra su superioridad deportiva. Lo más probable es que regresen a España como campeones del mundo, pero si así no fuera, no hay ninguna razón para sentirse defraudados o insatisfechos. Esos tíos bajitos han devuelto al fútbol la belleza, la épica, el más sano espíritu de competencia y el elemental respeto al adversario. Hay un antes y un después en el fútbol del siglo XXI, y son esos tíos bajitos los que han impuesto la diferencia.
Cuando los estadios de Suráfrica cierren sus puertas y los jardineros se entreguen a renovar el césped, cientos de analistas deportivos hablarán del secreto de La Roja, secreto que es de sobra conocido: la selección española no gira en torno a una figura central, todos son igual de importantes, cada uno sabe cómo entregar lo mejor de su talento y cómo apoyar a sus compañeros de juego. Es un equipo en el mejor sentido de la palabra, una suma de voluntades individuales pero con un objetivo colectivo, y esa certeza los ha llevado muy lejos.
En África, en América, Asia y Europa, un grupo de chicos se aprestará a disputar un partido de fútbol en algún parque. Con lo que tengan a mano improvisarán las porterías, y cuando la pelota empiece rodar cambiarán sus identidades. Yo soy Villa, dirá un chico de piel oscura que juega descalzo, y yo Iniesta, dirá otro de ojos rasgados, mientras el que se llama Casillas se ajustará los guantes que tomó prestados de su padre. Otro quinceañero de acento chileno, argentino o colombiano decidirá que un humilde cordel ceñido a la cabeza lo convierte en Sergio Ramos, y el más crespo de los muchachos de la favela dirá que es Puyol, el del golazo contra los alemanes. El buen fútbol es el único deporte que multiplica héroes en las barriadas pobres y, por todo lo que han demostrado, los integrantes de La Roja son un formidable ejemplo para los chicos del mundo.
La Roja ha devuelto al fútbol el esplendor de un gran deporte y sólo resta decir: gracias campeones, ¡muchas gracias!

Luis Sepúlveda es escritor. Autor de ‘La sombra de lo que fuimos’

Ilustración de Javier Jaén

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