Dominio público

Fundamentalismo y laicismo

Rosa Regás

Miembro del Grupo de Pensamiento Laico, integrado también por Nazanín Armanian, Enrique J. Díez Gutiérrez, María José Fariñas Dulce, Pedro López López, Javier Sádaba Garay y Waleed Saleh Alkhalifa

Todos sabemos que según sea quién escriba la Historia, los conceptos de bondad y maldad, sabiduría y estulticia, terrorismo y lucha por la libertad adquieren tintes distintos de los que conforman nuestra particular moral cotidiana. Como si nosotros no fuéramos capaces de comprender lo que los grandes de la tierra hablan o como si hubiera un orden superior que se rigiera por leyes morales distintas de las nuestras. Y del mismo modo que sabemos que la Historia la escriben los vencedores, no nos extraña que los que detentan el poder adjudiquen a los movimientos que se les oponen calificativos que están en consonancia con la versión que quieren que el mundo tenga de sus mandatos y de sus guerras, aun antes de que los sabios se pongan a escribir la Historia. El lenguaje no es nunca inocente, y visto el uso que los poderosos han hecho de él deberíamos desconfiar de entrada de las definiciones con las que pretenden explicar y justificar los conflictos que hoy nos agobian que siempre son sus conflictos una los nuestros.

Hemos visto definir el malestar de los pueblos adjudicándoles objetivos que no siempre se corresponden con los hechos. Cada cual, una vez en el poder y dueño de los ejércitos y de los destinos de los hombres, quiere ser además el dueño absoluto de las conciencias y se otorga el calificativo de "luchador por la libertad", aunque esté masacrando y destruyendo a quienes se le oponen o le impiden alcanzar sus objetivos.

De hecho, y casi sin darnos cuenta, aceptamos las definiciones que nos impone el bando al que pertenecemos, sea porque no tenemos ya sentido crítico, sea porque jamás lo usamos con lo que es nuestro. Y si capitalismo se oponía a comunismo, protestantes a católicos, colonizadores a colonizados, defensores de la cultura y la religión a salvajes -como nos enseñaron en la escuela en los tiempos ominosos de la dictadura y antes aún-, hoy se nos impone una visión del mundo según la cual hay dos bandos irreductibles: terroristas y defensores de la democracia y la libertad, aunque poco nos costaría comprender que tan terroristas son los de un bando como los de otro. Pero nos han enseñado a juzgar los conflictos y las diferencias usando distintas varas de medir por lo nuestro y por lo ajeno, de ahí que nos neguemos a ver cómo comenzó la lucha, quién provocó la primera embestida, y cuál fue el desarrollo de aquellos iniciales escarceos, limitándonos a juzgar un acontecimiento reciente como si estuviera desprovisto de historia. ¿Es que cuando los terribles atentados terroristas perpetrados por árabes nacidos en su territorio, que sufrió, por ejemplo, Francia hace bien poco, alguna vez se habló de los bombardeos franceses de uno, dos, tres o cinco años antes contra la población siria y la de otros países de Oriente Medio de donde eran oriundos los terroristas, por no citar la macabra historia colonial francesa en aquellos territorios a mediados del siglo pasado, o las cruzadas emprendidas por la Francia de los Capeto y el Sacro Imperio Romano durante dos siglos de la más oscura Edad Media cuya humillación, viva aún en su corazón, los sirios vivieron como el inicio de un intento por parte de Francia de ser sometidos  a Occidente que sigue vigente hoy? No, apenas un suspiro en la explicación del odio profundo e irracional que mueve a tantos nacidos en Europa de origen árabe, casi echándoles en cara que, a pesar de habérseles permitido a ellos o a sus padres vivir en las condiciones que viven en los barrios marginados de todas las ciudades del país, devuelvan con su desagradecimiento, su odio y su violencia los beneficios recibidos. Y es cierto, pero también es cierto lo contrario, en Francia y en cualquier segmento de historia violenta de cualquier país del mundo que nos detengamos a estudiar: todos en mayor o menor medida somos responsables del terrorismo, nosotros, y todos los pueblos del mundo, por más que todos tengamos héroes y heroínas que en su día se pusieron ante un cañón para defender o atacar un objetivo, según fuera la ideología de quien nos gobernaba en aquel momento.

Recuerdo aún los tiempos en que hablábamos del enfrentamiento norte y sur, términos olvidados como si de verdad la tan glosada globalización hubiera acabado para siempre con la diferencia entre pobres y ricos, o al menos supusiera la posibilidad de que paulatinamente se fuera acabando con ella, como si la palabra con que la nombramos y el concepto que contiene pudieran esgrimirse ante los que acusan al neoliberalismo más salvaje de haber invadido el mundo y haber arrasado la esperanza de encontrar otra forma de progreso que no se hiciera a costa de la pobreza del 80% de la humanidad.

Hoy todos los enfrentamientos anteriores, derechas e izquierdas, pobres y ricos, católicos y protestantes, conservadores y progresistas, incluso nacionalistas de la periferia y del centro, y tantos otros, parecen haberse diluido ante la explicación definitiva que se nos ha impuesto: lo que ocurre en este mundo que vivimos, lo que ha de unirnos frente al peligro que nos amenaza, es que nos encontramos frente a una guerra de culturas, de civilizaciones.

No obstante, a poco que nos dediquemos a ver la realidad que nos rodea, nos daremos cuenta de que el verdadero enfrentamiento no está en las culturas ni en las civilizaciones, sino entre los que defienden un fundamentalismo sin fisuras y los laicistas. Y entendemos fundamentalistas  a los que se sienten ejecutores de la voluntad de un dios todopoderoso y magnánimo, dicen,  que no tiene porqué explicar ni justificar lo que nosotros pobres mortales no entendemos, y se niegan a formar parte de un bloque homogéneo, sino que como buenos fundamentalistas no admiten competencia y  ven a otros fundamentalistas como representantes de otras  culturas de bárbaros sometidos a otra idea falsa de su mismo dios, incluso  otro Dios, que no solo no es el verdadero, sino que ni siquiera existe, cuya idea vive aupada en una monstruosa artimaña con el fin de crear una sociedad falsa, cruel y siniestra contraria a la verdadera cultura, a la tradición y a la civilización, que solo merece el castigo y la desaparición. Porque el fundamentalista está convencido, o actúa como si lo estuviera, de que los demás dioses son copias burdas y sacrílegas del ser supremo que él adora, obedece y defiende, el único que engrandece a su pueblo y le da la fuerza, el coraje y la justificación para someter o destruir a los que obedecen a los falsos dioses.

Bush contaba con el apoyo de la Coalición Cristiana, un movimiento nacional que no sólo estaba contra el aborto y los homosexuales, sino que se pronunció con respecto al huracán de Nueva Orleáns como un "castigo de Dios". Y que al son del eslogan "debemos rescatar nuestra república de manos de los ateos" y con el patrocinio del presidente conmovió las conciencias americanas que le darían la victoria. ¿Acaso Bush no hablaba de una guerra de acuerdo con el mandato de Dios contra los infieles? ¿No decía que había que obedecer a Dios, que está con la nación norteamericana? ¿Y no declaró Blair, su aliado en la guerra de Irak, que se sumó a la invasión por obedecer los designios de Dios y que por tanto sólo Dios podría juzgarle?

Bien mirado, no son distintos de los fundamentalistas musulmanes que en nombre de Alá dictan fatwas contra los infieles y necesitan mártires para combatir la decadencia de Occidente, calificando de Satán a Bush del mismo modo que Bush los calificó a ellos como "eje del mal".

Hoy Bush ya no existe, pero sí quienes defienden lo que él defendía, y además con el mismo entusiasmo e igual forma de atacar al contrario, que convierten en justificación de la guerra quinta o sexta que emprenden en un mismo año con la mano en el corazón y la mente en el Altísimo que los ampara.

¿Quién de entre los que dudan de las informaciones que a través de nuestra prensa nos llegan de las agencias de noticias norteamericanas, no entiende que esto mismo se dirime en la absurda, siniestra y mal llamada guerra civil de Siria? ¿Acaso pasamos por alto que la guerra y la defensa de los terroristas por parte de Arabia Saudí, Israel y los occidentales, en la defensa de los igualmente mal llamados luchadores por la libertad que acaban convirtiéndose en grupúsculos terroristas, no tiene en cuenta que su afán prioritario es convertir la sociedad multiconfesional siria en otra rendida a ciegas a un único Dios, Alá en este caso, que lo sabe todo y lo exige todo? Efectivamente, así han acabado en manos y al servicio de fundamentalistas mucho más preparados y poderosos. La multi confesionalidad en la que cada religión, sea cual sea su número de fieles, y sea cual sea el paraíso que nos espera incluso si no nos espera ninguno, con sus distintas formas de entender el delito y la convivencia tiene los mismos derechos y privilegios que las demás, es una forma de laicismo que se contrapone al fundamentalismo, es decir a la defensa del poder total de nuestros dioses monoteístas sea cual sea el nombre y aspecto con que lo revisten quienes llevan siglos imponiendo su doctrina por todos los medios a su alcance.

Dos concepciones que explican el mundo a través de la divinidad en manos del poder que monta guerras e invasiones en nombre de un Dios que está con ellos, exigiéndoles comportamientos que prescinden de los derechos civiles, de los derechos humanos, para los que no cuentan los valores universales y laicos, de justicia, libertad e igualdad.

Así es el fundamentalismo: antepone las creencias a las ideas, y lo que hoy estamos viviendo en sus distintas versiones es el intento por parte de quienes detentan el poder de imponer al mundo un dios guerrero y todopoderoso al que hay que obedecer, aunque nos exija matar a nuestro hijo para demostrarle fidelidad, y en nombre del cual efectivamente matamos, torturamos, destruimos y expoliamos al planeta, a los países y a sus ciudadanos, sean fieles de otro dios o tengan la conciencia libre de opresiones celestiales. No importa cuál sea el dios elegido ni como vaya disfrazado y de qué: al poder cualquier dios le sirve con tal que tenga armas capaces de someter a hombres y mujeres con promesas o amenazas que exijan obediencia y creen adicción. Siempre despiadado y tan etéreo e imaginativo como un dios virtual o tan material y tangible como el poderoso dios del beneficio, por ejemplo, de la ciega especulaión y del feroz consumismo que nos convierte en voraces monstruos que a su servicio mantenemos en la miseria a más de medio mundo mientras destruimos a conciencia la tierra, los mares y el aire que respiramos.

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