Dominio público

El gran rechazo de Francia

Michel Wieviorka

MICHEL WIEVORKA

El gran rechazo de FranciaFrancia ofrece regularmente al mundo la imagen de un movimiento social enfrentándose al poder político. Así fue frente a la derecha, en 1995, con la movilización contra el proyecto de reforma de la Seguridad Social del Gobierno Alain Juppé, una movilización fuerte, sobre todo en los transportes públicos, y respaldada por la opinión pública. En 2005, en las banlieues, donde durante tres semanas, por las noches, centenares de coches fueron quemados por alborotadores tras la muerte de dos jóvenes, electrocutados en un transformador donde se habían refugiado mientras los perseguía la policía sin haber cometido ningún delito. Y en 2006, con el compromiso masivo de la juventud estudiante contra el Contrato de Primer Empleo del Gobierno de Dominique de Villepin.
Esa vez la protesta es contra la reforma de las pensiones de Nicolas Sarkozy, una reforma reciente en su agenda y que constituye, en principio, una necesidad que pocos discuten. Sin embargo, no fue ni debatida ni negociada con los sindicatos, representantes legítimos del asalariado aunque menos del 10% de la población activa esté sindicada. Más allá de las representaciones simplistas dadas por las autoridades, la reforma trata un asunto complejo, pues los regímenes de jubilaciones en Francia son numerosos (más de 40) y descuida muchos problemas. La reforma del Gobierno parece injusta, porque perjudicará a las mujeres y a las categorías que tienen condiciones de trabajo más duras, a la gente que empezó a trabajar joven; porque no tiene en cuenta el hecho de que numerosos empleados conocieron el paro o el hecho de que, por ejemplo, es difícil encontrar un trabajo con 60 años. Además, el proyecto no distribuye de manera equitativa el esfuerzo que todos los franceses están dispuestos a dar.
Para entender la fuerte movilización actual, hay que partir del sentimiento, ampliamente compartido, de que esta reforma es impuesta, no se ha debatido y es injusta. Por eso la opinión pública apoya a los huelguistas y a los manifestantes mientras que los sindicatos, tradicionalmente divididos en Francia, dan la imagen de unidad de acción.
Pero hay más. Los franceses están socialmente preocupados no sólo por el futuro, sino también por el presente, por la crisis, la supresión de empleos, el estancamiento de sus sueldos. Saben que sus hijos vivirán peor que ellos, lo cual los desmoraliza. A la injusticia que ven en la reforma de las pensiones se añaden otras injusticias, en particular en materia fiscal. Los movimientos actuales se inscriben en un proceso más amplio de críticas a un poder que tiene relaciones con el dinero ya insoportables para los franceses. Poco después de su elección, el presidente puso en marcha el "escudo fiscal" particularmente beneficioso para los más ricos, lo que mostraba su cercanía con el mundo del dinero, adoptando maneras de nuevo rico. Sarkozy intentó, en vano, dar la dirección del barrio de la Défense –el Manhattan francés– a su hijo, entonces de tan sólo 20 años y estudiante mediocre, lo que sorprendió hasta en su propio partido. Y otros cuantos escándalos más, como el caso Bettencourt, que confirmaron la imagen de relaciones inaceptables del poder actual con el financiero.

El pasado verano, en caída en los sondeos de opinión, Sarkozy atacó a los gitanos, endureció la ley sobre la identidad nacional y reforzó un discurso sobre la seguridad que le acercaba ideológicamente a la extrema derecha poniendo fin así a su apertura hacia la izquierda. Este giro, destinado a captar al electorado del Frente Nacional, se añade a un rasgo característico de su mandato: debilitar las mediaciones sindicales, corporativistas y asociativas que pueden intervenir entre el poder y la población.
Nicolas Sarkozy no puede dar marcha atrás. Políticamente, necesita mostrar al electorado de derecha y de extrema derecha que es firme. Refuerza así la imagen de autismo, desprecio y rechazo a negociar. El encanto inicial de su elección se ha roto y su legitimidad se ha visto mermada. Y mientras que la cuestión social parecía sólo concernir a los asalariados, un elemento ha complementado el paisaje: la entrada de la juventud en la movilización contra la reforma. Esta juventud está formada por tres grupos: los bachilleres, que fueron los primeros en movilizarse, los estudiantes y los casseurs (vándalos), que dan a las manifestaciones una dimensión de rabia destructiva.
Ya que las autoridades no quieren ceder, dos tendencias distintas están en juego, perfilando dos guiones posibles para los próximos días. La primera es la radicalización de la acción, que podría ser el principio del retroceso de esta, el debilitamiento de los sindicatos y la aparición de episodios dramáticos para los trabajadores, los jóvenes o las fuerzas del orden: el conflicto, que no encuentra las vías de su institucionalización, puede desembocar en violencia. La segunda es la del mantenimiento de una amplia movilización y la de la agrupación de las luchas, el acercamiento de la acción sindical y la juventud en términos aceptados por la opinión pública. La segunda opción es catastrófica para el Gobierno; la primera lo es para los sindicatos.

Michel Wievorka es sociólogo. Director de la Fondation de la Maison des Sciences de l’Homme

Ilustración de Patrick Thomas

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