Toni Ramoneda
Doctor en Ciencias de la Comunicación
Ilustración por Mikel Casal
El periódico Le Monde se ha hecho eco recientemente de una encuesta según la cual los franceses están hartos del caso Strauss-Kahn y de su mediatización. A su vez, indica la encuesta, ya no les apetece que el antiguo director del FMI vuelva al primer plano de la política nacional. Es como si los franceses (también los votantes socialistas) hubieran perdido la fe en él.
En su libro sobre el escándalo político, John B. Thompson nos recuerda el origen teológico de la palabra: el escándalo designa, en el Antiguo Testamento, un obstáculo del que brota la duda que amenaza la fe. En este sentido, de lo ocurrido en la suite de un hotel de Nueva York han emergido profundas dudas sobre un sistema y una tradición política ya de por sí fragilizados. Hasta que DSK fue detenido en el aeropuerto de Nueva York, la maquinaria mediática francesa se había puesto en marcha con el objetivo de ver un duelo entre Strauss-Kahn y Sarkozy para las elecciones de 2012. Se esperaba que este duelo redorara un espacio político todavía en crisis desde que Le Pen accediera a la segunda vuelta de las elecciones de 2002.
Dos hombres poderosos (uno por ser el actual presidente y el otro por dirigir una institución internacional de primer orden) iban a librar la gran batalla de la credibilidad. En 2007, Sarkozy logró imponer una imagen de hombre determinado, sincero y, sobre todo, eficaz. El poder la ha minado, pues el presidente francés no ha conseguido transformar su discurso en hechos, pero sí ha sabido, en cambio, mantener un elemento esencial: la franqueza. La hiperpresidencia, como se dio en llamar, sobre todo al principio, la forma de gobernar de Sarkozy, le ha permitido forjarse una identidad de capitán de batallón dispuesto a morir en el frente. Algo parecido ocurría con Strauss-Kahn y su "pasión por las mujeres", que es el eufemismo con el que se acostumbra a referir a los hombres con tendencia a confundir seducción y acoso y que contribuyó a darle un aura de poder que, unida al cargo de director del FMI, construía una identidad política casi irresistible: "Eres Napoleón (...) y Nueva York ha sido tu Waterloo", ironiza Manuel Vilas en una columna de la revista Quimera a propósito de DSK.
El escándalo, aquello que nos hace dudar, no es pues lo ocurrido en Nueva York, porque cuando hay delito (o sospecha de ello) la cuestión moral propia de los escándalos pasa a ser secundaria detrás de la cuestión penal. El escándalo es que el caso DSK impedirá este duelo político al que todo el mundo esperaba asistir. Y el escándalo, la duda, es todavía mayor cuando una encuesta arroja la posibilidad de que, en el fondo, los franceses estén esperando otra cosa del Partido Socialista francés que la candidatura del director del FMI a la presidencia de la república.
El escándalo es, en definitiva, que una vez más la personalización de la política se haya impuesto a la discusión política. Ahí residen las dudas hacia la política contemporánea en general y hacia una clase política en particular que, apocada ante las presiones de los mercados (o de los fondos especulativos que dominan el falso mercado financiero), se refugia detrás de personajes como Dominique Strauss-Kahn, capaces de cuadrar el círculo: reivindicar una biografía comprometida con el socialismo y un presente compatible con el neoliberalismo y la competencia internacional. Auténticos conquistadores contemporáneos, napoleones de jet privado. Hasta que estalla el escándalo, la maquinaria se detiene y los ciudadanos retoman, en cierta medida, su espacio crítico. Por eso, el escándalo DSK nos recuerda que la razón política se encuentra en otros ámbitos que la contienda electoral, y en estos ámbitos es donde se podrá ejercer la única opción política que tal vez aún exista: resistir a la especulación. Lo demás empieza a ser cuestión de fe.
Comentarios
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