Dominio público

¿Otro Ramadán sangriento?

Ignacio Rupérez

¿Otro Ramadán sangriento?

Ignacio Rupérez
Diplomático
Ilustración por  Dani Sanchis

No era probable que el panorama cambiara antes del comienzo, el 1 de agosto, del sagrado mes de ramadán, anunciado por el gran mufti de Egipto desde el alminar de la Universidad de Al Azahr en El Cairo después de haber comprobado la fisonomía de la Luna. Especialmente en Libia. Si el coronel Gadafi no desaparece, o las fuerzas del Consejo Nacional de Transición no conquistan Trípoli, los países occidentales, Turquía y Qatar se encontrarán en posición más bien embarazosa, sin saber muy bien qué hacer ante la resistencia obstinada y la correosidad manifiesta de un dictador que no cede. La intervención extranjera se decidió con motivos y explicaciones razonables, pero contando con la ilusión, equivocada a la postre, de que generarían consecuencias más o menos rápidas y efectivas, que los aliados actuarían en filas cerradas, con la disciplina necesaria para el combate (aunque no sea terrestre) y con el respaldo de la opinión pública y los políticos respectivos.

Ilusiones, apoyos y perspectivas que de alguna forma se empiezan a reinterpretar, no sólo en Libia sino en todos los países a los que se refiere la llamada Primavera Árabe, cuando ya estamos en pleno verano, cada vez más cerca del otoño y el invierno, sin que se perciban muchos de los brotes que se esperaban. O sea, los aliados no han conseguido aún
desalojar a Gadafi, ni de manera directa ni ayudando a hacerlo a los insurgentes. Por el contrario, estos y los gadafistas parecieron haber llegado en días pasados a un cierto equilibrio de fuerzas y a un punto muerto; es decir, a la incapacidad para destruir y vencer al otro, carencia que, al menos hasta ahora, los aliados no han estado en condiciones de eliminar con una presión militar más intensa y visible. Es probable que tal presión daría un vuelco a la situación y aceleraría el triunfo de la insurgencia, lo que tarde o temprano y en cualquier caso se considera inevitable. Pero acarrearía problemas colaterales en la política y en la opinión pública a ambos lados del Atlántico, en las mismas filas occidentales, así como en países árabes y africanos.
La obstinación misma de Gadafi, en la que tampoco se creía, es el meollo del problema, que irá en aumento si el conflicto se extiende durante el mes de ramadán. Para los libios resulta alarmante que haya guerra en este mes sagrado, formalmente consagrado a la expiación, la oración y el recogimiento, concebido como el tiempo más opuesto a todo lo que suponga la violencia y el derramamiento de sangre. No sería el primer ramadán sangriento, que, así llamado, se padeció hace años en la guerra civil de Irak. Tanto en Libia, como en Siria y Yemen, son previsibles, por tanto, unas semanas en que de alguna manera continuarán los enfrentamientos, aumentará el número de víctimas y de destrozos, sin que, al llegar cada día el iftar del crepúsculo, cuando ya no se distingue entre un hilo blanco y un hilo negro, se encuentre el esperado consuelo de los alimentos, la reunión familiar, los alborozados encuentros entre amigos y el bullicio callejero como alivio tras una jornada de sacrificios y privaciones.
La crispación que de manera casi regular estallaba y era reprimida cada viernes en las ciudades sirias y de otros países árabes, ahora, sin que las espadas se hayan enfundado, puede ser cosa de cada día, durante este mes, en ramadán. Muchos hubieran deseado que la Primavera Árabe se completase con una fiesta en paz, pero, como la situación es tan incierta, no se puede descartar en absoluto que las tensiones que vienen aflorando después de la oración del viernes se reproduzcan todos los días del ramadán, sin que ni siquiera se pueda alcanzar una tregua en la guerra y la represión. Y ese escenario, en que todos los días son viernes, puede a su vez agudizar la zozobra y la desesperación. En tal panorama poco optimista, y desde luego muy turbulento, no sería extraño que se configurara un antes y un después del ramadán de este año, con una fisonomía diferente para una Primavera Árabe que no florece como se esperaba, ni en todas partes ni con la misma intensidad.
Este mes proporcionará la oportunidad de determinar en qué momento nos encontramos, la fisonomía actual de un proceso iniciado con notoria simultaneidad en los primeros días de este año, muy alejado de su conclusión y presidido por argumentos que alimentan tanto el optimismo como el pesimismo. Que se produjeran resultados sorprendentes con el derrocamiento de Mubarak, en Egipto, y de Ben Alí, en Túnez, generó una evidente euforia por la eventual repetición del fenómeno en otros países que se verían también librados de sus sátrapas o que, al menos, experimentarían un contagio democrático que conduciría a la liberación de partidos, parlamentos y medios de comunicación, así como al cese de la represión. De un país a otro hay evaluaciones para todos los gustos, desde los conflictos en Libia, Siria y Yemen a las comparaciones entre Egipto y Túnez y lo sucedido en los países del Golfo. Una de las cosas claras es que no se trata de un movimiento lineal e idéntico, por mucho que se generalice: en cada lugar presenta fuerzas, resistencias y matices propios; pero ningún país puede declararse ajeno a los vientos de cambio, que quizás en el ramadán del año próximo, ojalá más pacífico que este, se puedan observar con más nitidez.

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