Dominio público

La histeria del déficit

James K. Galbraith

JAMES K. GALBRAITH

La histeria del déficit

Standard & Poor’s no ha degradado al sistema político estadounidense. Tampoco ha degradado al mercado de valores. Ha degradado los bonos del Tesoro de EEUU, y lo ha hecho después de que el Congreso disipara cualquier posibilidad ínfima de demora en los pagos. Resulta ilustrativo que, al día siguiente, los inversores se retiraran masivamente de las bolsas en busca de la seguridad de los bonos del Tesoro. Rara vez la estupidez se habría manifestado de manera tan rápida y masiva.

Algunos comentaristas interpretan la degradación como una reprimenda al Tea Party; pero, de hecho, S&P ya estaba amenazando con actuar si el acuerdo sobre el déficit no alcazaba el umbral arbitrario de cuatro billones de dólares en diez años. Si S&P no actuó, no fue por beber del Tea Party, sino por la histeria del déficit.

El informe de S&P (errores matemáticos incluidos) se elaboró con base en las proyecciones de la Oficina Presupuestaria del Congreso y otras fuentes oficiales. Todas esas proyecciones asumen un crecimiento estable, baja inflación y caída del desempleo (en cuyo caso, me pregunto: ¿cuál es exactamente el problema?). No obstante, también predicen tipos de interés mucho más altos. En esas proyecciones, es principalmente la magia viciosa del interés compuesto –deuda compuesta sobre deuda en los modelos informáticos– lo que genera la explosiva dinámica de la deuda que sirvió deal a la degradación.

Estas proyecciones son tan peregrinas e inconsistentes que sólo sobreviven a través de la obstinación deliberada de quienes echan mano de ellas. Con una inflación baja, ¿por qué diablos tendría la Reserva Federal que subir los tipos de interés? Si lo hiciera, el impago de la hipotecas sería mucho más masivo; los valores, bonos y bienes raíces volverían a estrellarse; por tanto, el crecimiento económico deseado nunca se podría conseguir. Por no mencionar el hecho de que las actuales tasas de crecimiento han estado bajas durante dos años, con lo que asumir que una recuperación estable ya está en marcha es rotundamente erróneo.

Nada de esto importa ni al presidente, ni a las mayorías del Congreso, ni a las brigadas de expertos. Todos han abrazado el "déficit de largo plazo" que aparece en las proyecciones como si fuese una orden para tomar acciones inmediatas que recorten efectivamente Medicare, Medicaid y la Seguridad Social y cercenen las inversiones del Gobierno federal, las regulaciones, la Administración y los servicios a niveles no vistos desde los años cincuenta.

No es fácil establecer el alcance de esa amenaza. La discusión está marcada por una retórica brumosa sobre "cargas" que "caerán sobre nuestros hijos y nietos". El concepto de "sostenibilidad" es invocado con frecuencia, rara vez definido, nunca criticado; las cosas se juzgan "insostenibles" por consenso político, con el respaldo de un coro de repetición del FMI, académicos en busca de titulares, think tanks, y, por supuesto, las agencias de rating.

Pero aquí no existe, de hecho, un "problema de déficit a largo plazo". Mientras los intereses estén por debajo de la tasa de crecimiento, como de hecho lo están, los niveles de deuda con respecto al PIB se estabilizarán, e incluso se reducirán. La idea de que hay un gran problema es pura propaganda basada en un pseudodebate en el que se confrontan dos puntos de vista que, no obstante, convergen en los asuntos prácticos.

En un lado están aquellos que aborrecen los déficit, y arguyen que el sector productivo privado compensará todos los recortes del Gobierno. Este es un punto de vista basado en Adam Smith, una vuelta a los tiempos en que campesinos y artesanos eran presas de lores, reyes y recaudadores de impuestos. El único problema es que las cosas han cambiado desde que La riqueza de las naciones fuera publicado en 1776.

En el otro lado están los políticos liberales que estaban desesperados por obtener un paquete de estímulos de corto plazo a través del Congreso hace dos años y que estaban, por consiguiente, dispuestos a ceder en la causa de la "reducción del déficit a largo plazo". ¿Y cuál es esa causa? ¿Recorte de programas sociales? ¿Inflación? ¿Altos tipos de interés? Rara vez lo dicen, si es que lo hacen alguna vez, porque ninguna de esas cosas es remotamente plausible dado el desempleo del 9%, la deflación de la deuda y los bajísimos intereses de largo plazo que vemos ahora. Pero una vez hecha la concesión, principalmente por equilibrios políticos y retóricos, han quedado atrapados. Paul Krugman es un ejemplo paradigmático. El 6 de agosto escribió en su blog: "EEUU tiene un problema fiscal desde hace tiempo, producido por la combinación de la subida de costos de salud, el envejecimiento de la población y la resistencia a subir impuestos para pagar los programas que ya tenemos. Si no afrontamos ese problema, ocurrirán cosas malas". Obsérvense dos cosas aquí: primero, Krugman no dice cuáles son esas "cosas malas". Segundo, no menciona los tipos de interés ni discute qué ocurre con la ratio deuda/PIB si permanecen altos. (Respuesta: se estabiliza y nada más sucede). Y, así, él presta su gran influencia intelectual a la presión que se formará, en los últimos meses del año, para recortar la Seguridad Social, Medicare y Medicaid, lo que se consiguió aplazar en agosto (y al que Krugman seguramente se opone).

Entonces, ¿qué se debe hacer? No es momento para describir políticas que, por ejemplo, crearían empleo, construirían infraestructuras o tratarían sobre la energía o el cambio climático. Nada de eso puede ocurrir hasta que cambien las ideas. Y el primer cambio debe ser desafiar y rechazar el sinsentido de cosas que estamos escuchando sobre déficit presupuestarios de largo plazo, sobre bancarrota o insolvencia nacional, e incluso sobre "responsabilidad fiscal". El objetivo de esta campaña de propaganda es paralizar al Gobierno y recortar la Seguridad Social, Medicare y Medicaid. La defensa de esos programas exitosos –y, sí, sostenibles– se ha tornado mucho más difícil. Pero debe ser llevada hasta sus límites.

© THE NEW REPUBLIC

James K. Galbraith es economista y profesor en la Universidad de Texas
Ilustración de Javier Olivares

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