Dominio público

Legitimidad y recortes

Pablo Bustinduy

Legitimidad y recortes

Pablo Bustinduy
Doctorando en Filosofía de la New School for Social Research de Nueva York
Ilustración de Patrick Thomas

Adiferencia de griegos e italianos, aquí no hemos necesitado que Fráncfort nos prestara un testaferro de Goldman Sachs para administrar los asuntos de la banca: nos hemos dado el gusto de coronar a nuestros propios "tecnócratas". Claro que antes ya habíamos "reformado" las cajas, las pensiones o el sueldo de los funcionarios sin que pareciera haber servido para mucho. También tradujimos del alemán esa reforma constitucional que antepone el pago de los intereses de la deuda a la financiación de las pensiones o la sanidad (o de las cárceles y la Policía, pero es curioso: la mano izquierda del Estado siempre adelgaza más que la derecha). La diferencia es que ahora la motosierra, que decía el PSOE con la boca chica, llega aceitada de votos. Está ungida con la legitimidad de las urnas –salvo que esta vez son urnas funerarias, donde ya humean los restos del Estado del bienestar que nunca llegó a ser–.

Ese es el quid de la cuestión: legitimidad y recortes. No se trata sólo de que el PP presentara un cheque en blanco como programa electoral, y que todo lo que suceda a partir de ahora se justifique en nombre de la "urgencia", la "gravedad" o la "excepcionalidad" del momento que vivimos (los romanos tenían una figura jurídica para esa forma de gobierno: lo llamaban dictadura). Se trata de algo más básico, de un problema que es en primer lugar narrativo. El régimen del 78 se fabricó una legitimidad de la que carecía alrededor de una promesa vacía, maleable y poderosa, de paz social. A cambio de tantos olvidos, impunidades y transigencias, el régimen diluyó la cuestión social en la promesa de una democracia parlamentaria y keynesiana: una democracia "a la europea", apoyada sobre una red de protecciones sociales, sobre el derecho laboral, las pensiones públicas, la sanidad universal y la educación gratuita. Esa promesa empezó a acumular retrasos e incumplimientos casi desde el principio, pero aún así seguía funcionando, narrativamente, como algo parecido a un pacto social, como un punto de apoyo (o de fuga) para la realidad política del país. Los recortes van a hacer saltar ese pacto por los aires, y la demolición tendrá consecuencias: en un escenario marcado por las nuevas tendencias soberanistas en Euskadi y Catalunya, y por el asunto peliagudo de la sucesión monárquica, la cuestión de la "legitimidad" del régimen amenaza con convertirse en un tema central de la conversación política del país.

Dicho de otro modo: el recorte de los derechos sociales no es simplemente un problema político, económico o ideológico, sino que afecta al corazón mismo del régimen del 78, a ese vago "pacto de convivencia" que fue su motor esencial. Su desmantelamiento, ese pasar la guadaña y que se salve quien pueda, va a llenar las calles de preguntas fundamentales que la élite política no va a poder responder. El resultado del PP (un crecimiento casi nulo descontando el aumento del censo electoral, en unas condiciones históricas irrepetibles) anuncia que la crisis de representación que denunció el 15-M no afecta por igual a la izquierda y a la derecha, pero también que su base electoral ha tocado techo y que hoy por hoy su poder omnímodo se basa fundamentalmente en la injusticia de la Ley Electoral. No hay duda de que los recortes dictados por Merkel y el BCE le alienarán una parte de ese electorado. Será difícil que esos votantes acudan al PSOE, como tampoco regresarán sus cuatro millones de prófugos si entre medias no se da, en vez de la lucha versallesca que ya se ha inaugurado en su seno, un verdadero proyecto de refundación ideológica y política de ese "socialismo" desnortado, noqueado y a la deriva que no parece ofrecer más que una versión blanda del mismo recetario neoliberal. Dado el contexto, parece improbable. La crisis del turnismo ha venido para quedarse.

Esa ruptura de los vasos comunicantes entre el PP y el PSOE hará que el bipartidismo tenga cada vez más problemas para absorber las presiones y las demandas de la calle. Aprovechando esa debilidad, las movilizaciones de la ciudadanía deben tener afán de resistencia, claro, pero también de construcción política y social. Para ello el campo de la contestación tendrá que saber articularse inteligentemente, y hacer uso de todos los resortes en su mano para lograr un poder ciudadano que pueda incidir realmente en la vida política y en el futuro del país. La cuestión es sensible (e IU no debería errar en la lectura de sus resultados), pero es probable que antes o después ese proceso deba incluir también algún tipo de frente popular electoral: la Candidatura d’Unitat Popular (CUP) catalana es un buen ejemplo de cómo esos dos ejes, la resistencia y la construcción, el afuera y el adentro del régimen, pueden cruzarse sin renunciar a un carácter horizontal, autónomo, democrático y plural. Mientras tanto, habrá que repeler cada uno de los envites contra nuestros derechos sociales y ciudadanos aunque no sepamos muy bien en pos de qué estamos resistiendo: defenderemos la educación, la sanidad y las pensiones en el marco de un sistema político que nos ha dejado bien claro que está superado, que ya no puede ofrecer un futuro de bienestar social para todos, que sus promesas han dejado de regir. Pero, contra lo que pueda parecer, al defender cada una de esas cosas no estaremos defendiendo jirones del pasado o de un statu quo a todas luces agotado. Estaremos defendiendo el futuro, y la posibilidad de construir una nueva democracia sobre las ruinas de la vieja.

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