Dominio público

La voracidad europea

Gustavo Duch

La voracidad europea

Gustavo Duch
Coordinador de la revista ‘Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas’
Ilustración de Federico Yankelevich

El cálculo me lo hizo el periodista ambiental Jordi Bigues: un árbol de cacao produce cada año un kilogramo de cacao procesado, listo para comer. Si el consumo de este bien al año y por persona en el estado español es de 5 kilos de media, significa que en Costa de Marfil o en cualquier otro territorio tropical, tengo cinco árboles plantados a mi nombre. Si pensamos en el café, otro cultivo tropical, las personas que tomamos un par de tazas diarias tenemos en usufructo 18 cafetales. Amos de una miniplantación.

En un sistema de comercio perfecto y solidario, con los niveles de consumo equilibrados a las posibilidades de la naturaleza, quizás este uso de tierras ajenas podría ser un simple intercambio beneficiario para consumidor y productor. Pero no es así. Detrás del cacao o del café hay muchas horas de trabajo infantil y salarios de miseria, de seres expulsados de sus tierras y de tierras agotadas de tanto exigirles. Por lo que conocer este dato en el caso de bienes que sólo algunos países por su clima pueden producir es revelador. Pero ahora que sabemos que la comida que nos llega a nuestras mesas, la madera con la que se fabrican los muebles, y desde luego los agrocombustibles con los que pretenden asegurar el llenado de los depósitos de los autos vienen de muy lejos, ¿qué pasa si contabilizamos cuántas vacas, cerdos, gallinas, frutales, maizales, pinos, palmas africanas, etc. tenemos en nuestras nóminas agroalimentarias?

Bien, el cálculo ya está hecho. Partiendo del indicador conocido como huella ecológica, que representa "el espacio de Planeta que cada población usa para generar los recursos necesarios y para asimilar los residuos producidos" (es decir, una medida que enfrenta consumo y sostenibilidad) aparece ahora un nuevo indicador, la huella del uso de tierra, que se centra en calcular la superficie que requiere una persona o un país para disponer de los productos agrícolas y forestales que utiliza. Igual que la huella ecológica, esta medida nos alerta del sobreuso general al que estamos sometiendo a la tierra; visualiza la injusticia del hambre en países productores de alimentos; y añade, como veremos, un valor de dependencia: con estos cálculos podemos interpretar la actual vulnerabilidad alimentaria a la que ha llegado Europa.

El cálculo de nuestro uso de alimentos, madera o energía, es fácil si lo medimos en la cantidad de tierra necesaria para su producción. La superficie es un parámetro que nos permite sumar la tierra dedicada a los cultivos de tomates o pepinos de nuestras ensaladas foráneas –con altas probabilidades de que sean tierras propiedad del rey de Marruecos–; las hectáreas necesarias de soja para el engorde de nuestros platos carnívoros –cien por cien provenientes del latifundismo oligarca sudamericano– o las hectáreas de palma africana –seguramente plantadas en Indonesia o Colombia dejando en el camino graves episodios de violencia–, que crecen y explotan para fabricar el llamado biocombustible. Sólo quedan fuera de estos cálculos, lógicamente, los productos marinos, que mediante otras informaciones sabemos que en el caso de Europa provienen en un 70% aproximadamente de mares ajenos.

Como era de esperar, los estudios emitidos por la organización Amigos de la Tierra sobre la huella del uso de la tierra indican que EEUU se sitúa en el primer lugar de consumo, con 900 millones de hectáreas para la alimentación de su población. Europa somos los segundos, consumiendo 640 millones de hectáreas de tierra, es decir, utilizando el equivalente a 1,5 veces su propia superficie, convirtiéndonos en el continente más dependiente de la importación de tierras. Somos, de hecho, la población que más tierra tomamos prestada (a veces bajo tratados comerciales, a veces por la fuerza de las armas) de otros continentes: un 60% de la tierra consumida en Europa es importada.

Los factores que nos han llevado a esta situación son fáciles de descubrir. En primer lugar, unas medidas políticas europeas encaminadas a comprar la comida fuera despoblando nuestro medio rural; en segundo lugar, el excesivo consumo de carne que se ha ido imponiendo progresivamente desde la agroindustria a la población, que lleva a la necesidad de importar millones de toneladas de cereales y leguminosas para engordar ganado; y en tercer lugar, los criterios políticos de favorecer el agrocombustible como fuente energética.

Muchas consecuencias tiene este modelo alimentario de tierras conquistadas, aunque hoy debemos señalar dos que pueden pasar desapercibidas. Una, Europa es vulnerable alimentariamente hablando. Es decir, no somos para nada autosuficientes y una mala cosecha de soja en Argentina, por ejemplo, puede significar falta de leche, carne o huevos en nuestros supermercados. O una especulación con el valor del maíz en la Bolsa de Chicago, como le gusta hacer a Goldman Sachs, por ejemplo, representaría en nuestras balanzas comerciales un incremento en el coste de las importaciones.

Dos, detrás de este modelo de agricultura globalizada y de consumo excesivo está el acaparamiento de tierras que desde hace una década se está extendiendo como una plaga por los países más pobres. Los cálculos indican que una superficie equivalente a la mitad de la tierra fértil disponible en Europa ya ha sido adquirida (a precios de risa, si es que hay precio) por capital extranjero en los mejores lugares de países africanos o sudamericanos. Hoy, el acaparamiento de tierras fértiles en países agrícolas del Sur es seguramente el mayor responsable de la nueva población hambrienta despojada de su medio de vida. Para detener la dependencia y el hambre la ecuación es sencilla: cuidemos la agricultura local, consumamos con medida lo que los pequeños productores locales producen en cada temporada. Todo está conectado.

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