Dominio público

Un paso más en la construcción europea

Diego López Garrido

DIEGO LÓPEZ GARRIDO

05-10.jpgSiguiendo la máxima latina ubi societas, ibi ius –a cada sociedad, su Derecho– resulta a todas luces evidente que la sociedad internacional del siglo XXI requerirá un ordenamiento jurídico particular, adaptado a las exigencias y desafíos particulares de los nuevos tiempos. Como no podía ser de otra forma, el Derecho comunitario –cuerpo jurídico internacional de naturaleza sui géneris– no escapa de este obligado esfuerzo actualizador, cuyo fruto más reciente ha sido el Tratado de Lisboa.

Es imposible negar el cambio de escenario que ha experimentado el continente europeo desde que la Europa de los seis firmó en París el TCECA –Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero– el 18 de abril de 1951. La Europa de la posguerra era un continente devastado política, económica y moralmente: políticamente, se encontraba amputada de su parte oriental, bajo dominio soviético; moralmente, se encontraba hundida por las atrocidades de la guerra; y económicamente, se trataba de un continente exhausto, deudor de la gran potencia vencedora, los Estados Unidos. Así las cosas, la necesidad de rescatar la idea de unidad se hizo cada vez más sentida en toda la población, surgiendo toda una serie de movimientos paneuropeístas que culminaron con la conferencia de Winston Churchill en la Universidad de Zúrich en 1947 en la que subrayó la necesidad de una organización internacional, centrada en Europa y compatible con la recién nacida Organización de las Naciones Unidas, que garantizase una paz duradera en un continente devastado por siglos de enfrentamientos fratricidas. La pax europea fue, por tanto, la originaria razón de ser de las Comunidades Europeas: se creó la CECA con la esperanza de que, al igual que con el decimonónico Zollverein alemán, un gran mercado común del carbón y del acero pudiese fraguar la solidaridad de hecho que reivindicó Robert Schuman en su célebre declaración del 9 de mayo 1950. Desde aquellos lejanos años en los que la amenaza de una hecatombe bélica parecía eclipsar los restantes desafíos latentes, el proyecto europeo ha conocido múltiples cambios y reformas a partir de los Tratados de Roma de 1957: el llamado Tratado de Fusión de 1965, el Acta Única Europea de 1986, el Tratado de Maastricht de 1992, el Tratado de Ámsterdam de 1998, el Tratado de Niza de 2001 y, finalmente, el último hito comunitario: el Tratado de Lisboa, firmado el 13 de diciembre de 2007.

A diferencia del fallido Tratado Constitucional, el Tratado de Lisboa, que deseamos entre en vigor el uno de enero de 2009, constituye un texto de reforma en sentido tradicional: los actuales Tratados se mantienen, si bien quedan enmendados, siguiendo así una técnica normativa similar a la empleada por los Tratados de Ámsterdam o de Niza. Por consiguiente, las normas fundamentales de la Unión seguirán siendo el Tratado de la Unión Europea y el Tratado de la Comunidad Europea –éste último pasa a llamarse Tratado de Funcionamiento de la Unión–. Este malabarismo jurídico ha logrado salvar la práctica totalidad del contenido del Tratado constitucional, rescatado y mimetizado por el Tratado de Lisboa, si bien ciertos elementos en absoluto desdeñables han caído en saco roto: los símbolos de la Unión (la bandera y el himno comunes); la denominación de ministro de Asuntos Exteriores, que pasa a llamarse Alto Representante de la Unión para los Asuntos Exteriores y la Política de Seguridad; la integración física de la Carta de Derechos Fundamentales en el Tratado, si bien se introduce una cláusula que remite a la Carta y le otorga valor jurídicamente vinculante; y, sobre todo, las ventajas en términos de simplificación jurídica que supone la consolidación normativa en un solo texto.

En lo que se refiere a la ratificación y aplicación de este Tratado, cada Estado miembro ha comenzado su particular procedimiento nacional ratificador, proceso que se espera hayan concluido los 27 Estados miembros antes de que finalice 2008. Salvo Irlanda, constitucionalmente obligada a celebrar un referéndum para la ratificación del Tratado, parece que ningún Estado miembro tiene intención de convocar una consulta popular, optándose en los 26 restantes por la ratificación parlamentaria. Hasta el momento, son 13 los Estados que han ratificado el Tratado de Lisboa –los últimos han sido Letonia y Lituania el pasado 8 de mayo–. Faltan, por tanto, 14 Estados, entre ellos España, y puedo decir que nuestra intención es tener el texto ratificado para este verano.

La entrada en vigor el 1 de enero de 2009 supone que las elecciones al Parlamento Europeo previstas para junio de 2009 y la renovación de la Comisión el 1 de noviembre del mismo año podrán desarrollarse de acuerdo con lo establecido en el nuevo Tratado, tanto en lo que respecta a la composición respectiva de ambas Instituciones como a la introducción en la arquitectura institucional de la Unión Europea de las nuevas figuras previstas en el Tratado de Lisboa (ej. Presidente electo del Consejo Europeo).

En definitiva, creo que no incurro en la exageración al afirmar que tanto Europa como España se encuentran en un momento histórico clave. España, en virtud de su Presidencia del Consejo durante el primer semestre de 2010, deberá poner en marcha gran parte de las novedades institucionales previstas en el Tratado de Lisboa –llenándolo, por así decirlo, de contenido– al tiempo que deberá seguir velando por el reforzamiento de los vínculos con su principal comunidad histórica, Iberoamérica –téngase en cuenta que durante la Presidencia española se celebrará otra Cumbre UE-ALC–, al igual que hizo durante la negociación de su adhesión a las Comunidades Europeas. A Europa, en cambio, se le brinda la brillante oportunidad de enterrar definitivamente en el olvido la crisis que desencadenó en su día el rechazo de Francia y Países Bajos al Tratado Constitucional, y seguir avanzando, con valor y decisión, hacia la consecución de aquel designio común que denominamos la Unión Europea.

Diego López Garrido es secretario de Estado para la Unión Europea

Ilustración de Daniel Roldán 

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