Dominio público

Eutanasia a voluntad

Javier Sádaba

JAVIER SÁDABA

06-03.jpgUno empieza a estar harto del tema. Es recurrente como una noria. Y debería ser tan normal hablar de ello como de otros muchos asuntos que ni nos obligan a retorcernos dando razones hasta la extenuación ni forman parte de ese conjunto de tabúes que, como observaba Chomsky, da la impresión de que el Estado no puede vivir sin ellos. Es el caso de la eutanasia. Lo que ahora se propone hacer la Junta de Andalucía ha aparecido en los medios de comunicación como un gran logro, como un paso de gigante. Incluso se ha llegado a afirmar, sin más matizaciones, que se intenta legalizar la largamente estigmatizada e incomprendida eutanasia.

Y no es así. Retirar un respirador cuando las circunstancias lo aconsejan, dadas las nulas posibilidades de supervivencia o la prolongación insensata de la agonía, no es eutanasia. Tiene un nombre técnico que incluso no viene al caso. No colocar un respirador, si circunstancias semejantes tampoco lo aconsejan, sigue sin ser eutanasia. Y el nombre técnico, de tanto repetirlo y porque induce a confusión, está no menos de sobra; especialmente cuando existen las Voluntades Anticipadas, a las que habría que animar a firmarlas a todo el mundo, y leyes que amparan las decisiones en cuestión. No hay que encarnizarse con nadie y hay que respetar la voluntad del paciente en lo que atañe a la medicación u otros medios que se le ofrezcan en torno a su salud. Él es el titular de su bienestar, como lo es de su cuerpo. Por eso, y por loable que sea lo que quiere emprender la Junta de Andalucía poco añade a una seria y sensata regulación de la eutanasia que debería comenzar por retirar del Código Penal su castigo; como lo ha hecho Holanda, Bélgica y, si hubiera un poco más de valentía, otros países y entre ellos España.

La propuesta de despenalización continúa enquistada como si de un terrible grano se tratara; cuando es de sentido común, la mayor parte de la gente está de acuerdo y sólo la inercia de la tradición, una sensibilidad mal entendida o los prejuicios religiosos se oponen a ella. Es obvio que a nadie se le invita a que ponga fin a su vida, por muchos que sean sus sufrimientos, nulas las alternativas de curación o poco el tiempo de duración en esta vida. Naturalmente que para eso hay que tener claro cuándo hablamos de eutanasia. Muchos de los problemas que surgen en nuestra comunicación tienen su causa en no haber explicitado los conceptos que utilizamos. Lo que sucede es que a los conceptos se asocian imágenes que, en nuestro caso, son del todo inadecuadas. Porque la eutanasia, en su sentido estricto, nada tiene que ver con prescindir de los mayores, de los que estorban o con aquella criminal política, siempre en la memoria, de los nazis. Todo lo contrario. Pero volvamos a lo que ahora se nos ofrece. En este sentido, lo que proponen los andaluces no creo que hiciera fruncir mucho el ceño al Vaticano. Y en este sentido, por tanto, aquello de lo que hablamos y de lo que pensamos tendría que admitirse con normalidad es la acción que causa la muerte a otro de modo activo, directo y voluntariamente pedida por el paciente. Eso es eutanasia y el resto son medidas loables, pero que no definen, repitámoslo, qué es la eutanasia. Los argumentos a favor de su despenalización a algunos nos parecen tan contundentes que nos resulta difícil entender, a no ser por intereses de pertenencia a algún club, grupo, asociación o institución, en dónde se esconden sus supuestamente profundas razones.

La libertad respecto al propio cuerpo es nuestro primer argumento. Y no se venga con la cantinela de que la libertad tiene sus límites. Los tiene, pero en manera alguna para poner barreras al modo como uno desea vivir y morir. Y la decidida lucha contra el sufrimiento es el segundo. Ambos son más que suficientes, aunque se podrían dramatizar o complementar con otros que les otorguen mayor fuerza. Pero los hechos, en muchas ocasiones, hablan por sí mismos. ¿Qué tipo de corazón hay que tener para oponerse a que la francesa Chantal tuviera que seguir sufriendo, sin posibilidad de recurrir a la eutanasia? Un tumor en la cara la había deformado monstruosamente y los dolores le eran insoportables. Ella y los que la querían estaban de acuerdo, en consecuencia, para que se la dejara morir con dignidad; es decir, bajo su responsabilidad, cuidadosa de su imagen, ajeno a sufrimientos inútiles. Porque los sufrimientos, conviene recordarlo, hay que evitarlos como el mal de males. Sólo la dureza de corazón puede aliarse con el sufrimiento. Sólo una mente incapaz de empatizar con el dolor ajeno puede hacer que todas las Chantales del mundo sufran, aunque sólo sea un minuto más. En este punto habría que ser beligerante, militante de una causa que pone ante los ojos de todo el mundo la necesidad de lograr, dentro de nuestras posibilidades, una vida buena. Y a ésta le es ajena el dolor. Se nos dirá que el dolor el consustancial a la existencia humana. Sin duda. Si yo hubiera creado a los humanos les habría ahorrado el dolor, pero no me ha tocado esa tarea. Y si el dolor llega, que, de una u otra manera, siempre nos llega, lo correcto es sacarle todo el partido posible. Pero no hablamos de ese dolor. Nos referimos al que se puede evitar, al que hacemos lo posible e imposible para que no ataque a nadie, al que, al modo de una mala y perversa propina, se añade a una vida ya por sí bastante llena de sinsabores. Tantos como para no tener que rubricarla con más pesares y cruzarnos de brazos. De esta eutanasia hablamos. Es la que pedimos, creo que la mayoría. Que se acepte como una muestra de realismo, compasión y racionalidad.

Javier Sádaba es catedrático de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid

Ilustración de Gallardo

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