Dominio público

La extraña derrota

Vladimir López Alcañiz

Historiador. Investigador en la Universitat Autònoma de Barcelona

Vladimir López Alcañiz
Historiador. Investigador en la Universitat Autònoma de Barcelona

En recuerdo de Agustín García Calvo

La escalada nacionalista en Cataluña es síntoma de un fracaso: la derrota del pueblo. Sólo en apariencia puede parecer lo contrario, que se está acercando el día cuando por fin podrá escucharse la voz del pueblo ejerciendo su derecho a decidir. Pero no es así. Lo que expresarán las urnas será una voluntad demediada. El poder político ha ganado la batalla, de momento. Su visión de la realidad se ha instalado en gran parte de la sociedad de manera indiscutida. Ha impuesto el marco que restringe el campo de lo posible a través del cercado de lo pensable, y que así delimita y controla el alcance de toda controversia. Ha logrado que la mayoría siga el ritmo que marca su agenda sin dejar espacio apenas a la discordancia de los tiempos, a esa forma de utopía que es la heterocronía. La ciudadanía ha aceptado una cosmovisión, una estructura interpretativa y un orden de prioridades tan profundamente que ahora la reclamación de su cumplimiento parece la expresión genuina de su voluntad. En consecuencia, elegirá entre varias formas de sometimiento como si fuera un acto supremo de libertad.

Hay que reconocer que este combate, que hoy parece perdido, no es reciente. Viene li­brán­dose desde hace mucho, y la suerte jamás ha estado del lado del pueblo. Probablemente, la primera derrota fue creer que la multitud conformaba necesariamente un pueblo. Porque el pueblo, como sujeto homogéneo, como nación, sólo existe como enunciado del poder que lo representa. La multitud, en cambio, es irreductiblemente heterogénea, y por eso también íntimamente irrepresentable. Pero lo irrepresentable parece haber quedado fuera de juego, y ni siquiera se tiene en cuenta como idea regulativa o instancia de asedio. Y peor aún, últimamente asistimos a la contracción progresiva del espacio de lo que efectivamente se da a representar.

Sea como fuere, asimilada esa ficción primera, esa comunidad imaginaria, la multitud ha podido verse reflejada, como pueblo, en instituciones de gobierno, en encuestas de opinión, en estadísticas demográficas o en la aritmética del ciudadano medio. Sólo ha podido verse ahí, porque en otra parte el pueblo no se encuentra jamás. Pero ese juego de espejos que pasa por ser la realidad se ha convertido en una red de estrategias convergentes para absorber sus deseos, limitar su imaginación y doblegar su resistencia. Una vez, la nación fue la respuesta a la pregunta, histórica y filosófica, sobre cuál era la encarnación de lo universal en el presente. Pero aquel periodo de sentido y sensibilidad románticos dio primero paso a la construcción de naciones, que transformó a los súbditos en ciudadanos, y después a su vaciamiento, que los ha convertido en consumidores de diferencias.

De hecho, la apariencia de diferencia hace que hoy el ocaso de la era de las naciones coincida con la multiplicación de sus manifestaciones. Es una paradoja que no debe llamarnos a engaño. Lo que sucede es que la lógica de la agregación que presidió los tiempos de la construcción nacional se ha transformado en una lógica de la segregación. Y los conflictos que antes se resolvían en el interior de cada Estado hoy se territorializan a través de la creación de fronteras. De manera que la actual explosión de los nacionalismos puede ser resultado del colapso, y no de la extensión, de la idea histórica de nación. Porque si antes las naciones se concebían como microcosmos, hoy se conciben más bien como macroaldeas.

Y ahora, una buena parte de la ciudadanía, en cuanto pueblo, está dispuesta no sólo a creer, sino a defender con apasionamiento que no hay alternativas a la política actual, o que la fractura de la convivencia en este Estado está llegando, si no lo ha hecho ya, a un punto de no retorno. El espectáculo del presidente de la Generalitat vitoreado, hace unas semanas, a su vuelta de Madrid es una muestra elocuente de pesebrismo consentido. Aunque la traición de los intelectuales que avalaron con su presencia esa recepción no sea menos significativa. El gesto que unos y otros compartieron es el signo de una oclusión: la reducción de la libertad de elección a una democracia de abucheo o aclamación.

Dice el poeta que luchar por las cenizas es renunciar al fuego. Y algo de eso tiene la situación actual, tanto en el terreno de las decisiones económicas como en el de la política de las emociones. Hoy muchos creen que desbrozan un camino hacia la libertad, cuando lo más probable es que sólo estén tomando otro camino de servidumbre.

Y a eso hay que decir que no. Que nada de lo que se dirime en este juego de bonos bursátiles o lealtades nacionales surge del genuino deseo de la multitud ni debería tener que ver con su ideal de vida buena. Que el juego, mientras dure, tendrá la virtualidad de desplazar u ocultar ese deseo, hasta transformarlo en su contrario a través del miedo a lo diferente y desconocido. Que la multitud ha tenido muy pocas oportunidades de manifestarse, pero cuando lo ha hecho, sus esperanzas no se han parecido a las realidades en que vivimos.

Las grandes primaveras de la historia han acostumbrado a tener un otoño inclemente. Pero es su recuerdo, igualitario, libertario y fraterno, el que debiéramos guardar para animar nuestros proyectos. Nuestra fidelidad a esos acontecimientos y esperanzas puede indicarnos el camino hacia un orden más justo. Sin ofrecernos soluciones, pero sí un horizonte simbólico de la acción. Un horizonte del que nos alejamos, hasta perderlo de vista, cada vez que nos detenemos en discusiones sobre fronteras, arancelarias, aduaneras o sentimentales, y consentimos por esta vía en la reducción del campo de lo posible, de lo pensable, de lo imaginable. Preocupaciones tales como por dónde pasa una línea fronteriza no tendrían que ser las nuestras. Porque, de lo contrario, el día en que haya que votar sí o no a la independencia seguramente ya no sepamos el significado de esa palabra, tan estrechos como serán los márgenes de libertad y autonomía personales que nos queden. Gane quien gane entonces, será una victoria pírrica. Una extraña derrota.

Es urgente, pues, reactivar el pensamiento de lo común, de lo público, de lo que es de todos, contra la privatización de la mente, la segmentación del espacio y el provincianismo del tiempo.

Más Noticias