Dominio público

Eutanasia y derechos ciudadanos

Fernando Soler Grande

LUIS MONTES Y FERNANDO SOLER GRANDE

07-11.jpgEn la pasada campaña electoral, el actual presidente de Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, manifestó públicamente, en varias ocasiones, que "nadie puede impedir, por sus convicciones o creencias religiosas, el derecho de los ciudadanos a vivir y morir dignamente". Tras haber eludido otras veces el tema, por considerarlo espinoso y alejado del interés del público, el 37º Congreso Federal del PSOE ha planteado el debate sobre el derecho a una muerte digna. Se suma esta iniciativa, que celebramos con prudente optimismo, a la anunciada por el Gobierno andaluz de llevar a su reconocimiento legal completo la eutanasia pasiva y la eutanasia indirecta.

Aparentemente, la realidad se abre camino, y cada vez resulta más evidente para todos que el debate sobre la muerte digna está en la calle. Bien es verdad que, para vergüenza –no sólo ajena– de quienes nos reclamamos progresistas, en demasiadas ocasiones permitimos que la ausencia de una discusión racional, pública y explícita sobre un tema que despierta tantas pasiones sea suplantado por el exabrupto, la descalificación y el insulto directo.

En su momento, tras la insensata divulgación y respaldo del entonces consejero de Sanidad de Madrid, Manuel Lamela, de una denuncia anónima sobre 400 homicidios, asumimos con dignidad y sin ninguna mansedumbre el linchamiento a manos de la derecha más reaccionaria. De poco ha servido para los representantes de la caverna que hayamos sido exculpados por la Justicia de tales acusaciones. Todo parece indicar que nosotros, y quienes nos defiendan, tendremos que seguir sufriendo un plus de infamia por nuestra defensa del derecho a decidir sobre la propia muerte.

A pesar de ello –no se llame nadie a engaño– con la misma energía que defendimos nuestra inocencia, estamos decididos a promover y alentar el debate que propicie más pronto que tarde el ejercicio real del derecho de autonomía personal.
Se aborde desde el punto de vista que se aborde, bajo el debate sobre la eutanasia o el suicidio asistido, subyacen dos cuestiones fundamentales que lo acotan e iluminan y que, tal vez por esa razón, son muchas veces interesadamente olvidadas.

En primer lugar hay que preguntarse sobre si es admisible en un Estado de Derecho y laico, que los criterios morales de una parte de la población, la que se declara confesional católica, y las obligaciones y restricciones legales que de esos criterios se derivan, sigan imponiéndose al conjunto de los ciudadanos.

En segundo lugar, será preciso que cada quién explique qué alcance y contenido tiene para él el derecho de autonomía personal. Este derecho, que se invoca con los mismos términos tanto desde la derecha como desde la izquierda, debe esconder sin embargo contenidos muy diferentes en según qué boca a la vista de los hechos a que da lugar.

Nuestra convicción sobre la primera de estas cuestiones se resume diciendo que, a nuestro juicio, un Estado laico debe garantizar tanto la libertad de conciencia como la de los actos a que esa conciencia conduce. Sin más limitación que la no invasión en el derecho de los demás o el perjuicio ajeno. Pero, cuidado, las leyes deben evitar que las conductas de unos perjudiquen a los demás en términos objetivos, no subjetivos. El que un grupo de ciudadanos, por numeroso o poderoso que sea, se sienta agredido porque se permita el matrimonio entre personas del mismo sexo, e intente obstaculizar el ejercicio de ese derecho reconocido por la ley, tiene evidentemente una exclusiva dimensión subjetiva, pues en nada perjudica al tipo –que no modelo– de familia tradicional su coexistencia con otras formas de relación, igualmente basadas en el amor y la ayuda mutua. El crispado rechazo de este derecho que mantienen tanto el PP como la jerarquía católica no tiene el laudable objetivo de evitar que se les impongan a ellos unos principios o una conducta, sino, claramente, el menos confesable de imponer al resto de la sociedad su visión del mundo, que cada vez más ciudadanos no compartimos.

De la misma manera hipócrita, cuando, en el plano teórico nosotros, o en el dolorosamente práctico personas como Ramón Sanpedro o Inmaculada Echevarría, reclamamos el derecho de poner fin voluntariamente a una vida que, a juicio de quien la padece, no merezca ser vivida, las fuerzas de la reacción se apresuran a achacarnos el oculto deseo de liquidar ancianos a nosotros o, rizando el rizo de la indecencia, falta de coraje a quienes suplicaron que se les librase de una condena inmerecida e insoportable.

Hay que decirlo una vez más con absoluta claridad: pretendemos que a nadie se le imponga el momento y el modo de enfrentar el proceso de morir. A nadie; tampoco a quienes no consideramos la vida un don divino irrenunciable. A nosotros, a quienes así pensamos, sí se nos impone ese modo y momento de morir, aplicándonos unas leyes que sólo reflejan la dominación de una moral sobre las restantes, igualmente legítimas.

Respecto al contenido del derecho de autonomía, denunciamos el concepto tutelado de la autonomía personal que demuestra su subordinación a la conciencia moral del médico establecida en la ley 3/2005, de Instrucciones Previas o Testamento Vital de la Comunidad de Madrid, aprobada por el PP. Ésta es una muestra más de cómo la derecha política considera que su posición moral, encarnada en este caso por un médico objetor, tiene derecho a imponerse sobre la voluntad, libre y fehacientemente expresada, de un paciente que no quiere ser sometido a un alargamiento inútil de su existencia.

La medicina, que se ha venido ejerciendo entre el paternalismo y la imposición de un criterio basado en la superioridad, ha cambiado en los últimos años, al ritmo que han crecido los derechos individuales. Los pacientes han conquistado el reconocimiento por las leyes de su derecho a ser informado de las opciones disponibles y decidir sobre la aplicación o no de un método diagnóstico o una terapéutica, a ser en fin, dueños de su existencia. Nada se opone, desde una ética civil, laica, que debe ser la del Estado, a que se reconozca legalmente lo que muchos defendemos: que la obligación médica de ayudar al doliente, la única irrenunciable de nuestra profesión, incluye la de ayudar a bien morir a quien malvive y no quiere seguir haciéndolo.

Luis Montes y Fernando Soler Grande son médicos del hospital Severo Ochoa de Leganés (Madrid)

Ilustración de Javier Olivares

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