Dominio público

Filosofía, relativismo y (des)educación

Diego S. Garrocho Salcedo

Profesor de Ética en la Universidad Autónoma de Madrid

Diego S. Garrocho Salcedo
Profesor de Ética en la Universidad Autónoma de Madrid

La filosofía es y será una disciplina amenazada. Acaso su destino se encuentre terriblemente marcado por su origen cuando, allá en el siglo IV a.C., la democracia ateniense condenó a muerte al que por Platón conocemos como el hombre más justo de la ciudad: su maestro Sócrates. No cabe duda de que su singular lenguaje, la pluralidad de métodos que la han asistido y la radicalidad de sus planteamientos han favorecido un tradicional alejamiento entre el hombre común y la tarea del filósofo. La burla de aquella muchacha tracia que sonrió al ver a Tales de Mileto precipitarse dentro de un pozo mientras contemplaba los astros es una anécdota perfectamente equiparable a la extrañeza con la que tantas personas reaccionan hoy ante el discurso filosófico en nuestro país.

Ese extrañamiento, comprensible y en ocasiones casi simpático, adquiere un tinte mucho más trágico cuando desde el prejuicio y la ignorancia parece despreciarse el enorme rendimiento de una de las tareas más dignas, singulares y fecundas de nuestra tradición cultural. Este gesto es demasiado reconocible en esta España donde, desde hace algunos años —si no desde siempre—, la ignorancia se ha encumbrado a la categoría de virtud folclórica y donde, con sospechosa insistencia, la incultura y la falta de aptitud moral e intelectual se exhiben impúdicamente con un orgullo que no puede dejar de significarse como macabro. Estos y otros síntomas oportunamente cuantificados por informes nacionales e internacionales subrayan la urgencia y el cuidado con los que el Gobierno debe acometer la que será la séptima reforma educativa de nuestra Democracia.

En el año 1999 el filósofo francés Jacques Derrida, de origen judío y argelino, advertía con orgullo en una entrevista para Le Figaro Magazine que Francia era (es, y seguirá siéndolo) uno de los pocos países en los que la filosofía se enseña en los liceos. En aquel tiempo, hace ahora catorce años, España podía apropiarse con justicia las palabras del padre de la deconstrucción. También nosotros, también aquella España sabía interpretar que la filosofía es una disciplina insustituible capaz de dotar a los hombres de una serie de competencias que difícilmente podrían adquirirse a través del cultivo de otras materias. Aquel orgullo, como tantos otros, parece desvanecerse actualmente ante la previsión de que la nueva Ley Educativa promovida por el ministro José Ignacio Wert termine por ejecutar una amenaza latente en las sucesivas reformas educativas que ha padecido (no creo que haya palabra más justa) nuestro país durante la Democracia.

Según se expone en el último borrador de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad educativa (LOMCE), publicado el pasado 14 de febrero, la asignatura de Educación Ético-Cívica quedaría eliminada; en su lugar, la asignatura Valores Éticos se ofertaría como alternativa a la asignatura de Religión y la asignatura Filosofía pasaría a tener un carácter optativo. Un destino semejante le espera a la asignatura hoy obligatoria de Historia de la Filosofía, en  Segundo de Bachillerato, que pasaría a convertirse en una optativa más entre dieciséis o en optativa de modalidad para los Bachilleratos de Ciencias  y Humanidades, lo que convertiría a la Filosofía no en una herramienta transversal y vehicular de la formación de nuestros jóvenes sino en una mera disciplina optativa cuyo interés quedaría sujeto al arbitrio espontáneo de los estudiantes y a la oferta específica que quisieran o pudieran plantear las distintas Comunidades Autónomas y los Centros Educativos.

Por todo ello, no deja de resultar sorprendente que los encargados de diseñar el currículo educativo de los ciudadanos del futuro se demuestren dispuestos a sacrificar el riquísimo legado de pensadores como Aristóteles, Descartes o Hegel. La Filosofía ni puede ni debe interpretarse como una materia adjetiva dentro de un proyecto educativo por cuanto provee a nuestros estudiantes de una serie de herramientas conceptuales insustituibles y que muy difícilmente podrán adquirirse a través del estudio de otras materias. El rigor lógico en la argumentación, la solvencia en el manejo de conceptos abstractos y la capacidad para fundamentar razonamientos de índole moral son algunas de las muchas competencias específicas del saber filosófico que, desafortunadamente, parecen desatenderse en el borrador de la LOMCE. Además, la defensa de la filosofía nunca debería interpretarse como una vindicación meramente romántica ya que, año tras año, estadísticas como las que arrojan los resultados del GRE (examen de acceso a los estudios de posgrado en Estados Unidos) demuestran que los estudiantes graduados en filosofía son, por ejemplo, aquellos que gozan de mayor competencia analítica.

Más allá de las virtudes propias de la filosofía como disciplina y del variado conjunto de competencias específicas que nos brindan su estudio y su ejercicio, todos los indicios demuestran que será poco probable que nuestros alumnos puedan realizar un correcto aprovechamiento de otras materias sin antes haber interiorizado determinados métodos, críticos y analíticos, heredados de nuestra tradición filosófica. El tercer borrador de la LOMCE advierte en su exposición de motivos que " el aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio", términos todos ellos, absolutamente ininteligibles para quien, por ejemplo, no se haya formado mínimamente en la filosofía kantiana. Estos y otros defectos son debilidades a las que la nueva reforma educativa debería hacer frente en una tarea que exige una enorme responsabilidad histórica, una responsabilidad con respecto a la cual, por cierto, el pensamiento conservador se ha arrogado históricamente especial sensibilidad. Si verdaderamente existiera una preocupación social por la educación moral de nuestros jóvenes o si en justicia nos preocupara el relativismo imperante en nuestra sociedad no creo que ninguna disciplina pudiera ofrecer un rendimiento tan perfecto como el que brinda la filosofía. Desde una perspectiva progresista o desde una perspectiva conservadora parece indudable que cualquier reforma educativa  debe aspirar a la construcción de una ciudadanía libre e ilustrada.  Sacrificar este consenso tan mínimo como obvio entrañará un daño generacional irreparable y nos conducirá a que dentro de pocos años volvamos a enfrentarnos a la que será entonces nuestra octava reforma educativa. Eso sí, y no otra cosa, es un síntoma del peor relativismo.

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