Dominio público

Por una financiación ciudadana de los partidos

Óscar Sánchez Muñoz

Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid

Si es cierto, como dijeron los Jueces O’Connor y Stevens del Tribunal Supremo norteamericano en una de las sentencias más citadas sobre financiación electoral, que "el dinero, como el agua, siempre encuentra una salida", entonces podríamos comparar la Ley de financiación de los partidos de 1987 con un enorme colador.

La ley estuvo vigente durante 20 años y el examen de los informes de un Tribunal de Cuentas que se confesaba incapaz de controlar lo incontrolable no dejaba lugar a dudas: durante ese período, los partidos tuvieron la posibilidad de incumplir sistemáticamente los límites legales ante la ausencia de instrumentos eficaces para exigir su cumplimiento.

Las informaciones publicadas sobre el modus operandi de quien fuera durante años el responsable de las finanzas del Partido Popular parecen indicar que no solo existió esa posibilidad, sino que la misma se materializó en todo un entramado de financiación ilícita.

La utilización de donaciones anónimas para sortear el límite legal –fijado entonces en 60.000 euros- era un fenómeno conocido y generalizado. Por ejemplo, en el ejercicio 2003, de un total de 12,1 millones de euros declarados como donaciones privadas por los partidos, 9,4 millones lo fueron como donaciones anónimas. Es verdad que existía un límite, pues las donaciones anónimas no podían superar el 5% de lo recibido del Estado como subvención ordinaria, pero la superación de dicho límite nunca dio lugar a sanción por parte del Tribunal de Cuentas dado el vacío legal existente en cuanto al régimen sancionador aplicable.

La nueva ley, aprobada en 2007, acabó con las donaciones anónimas, obligando a la identificación de los donantes, pero no impuso la transparencia, pues los datos de los donantes no pueden hacerse públicos.

Además, esta nueva ley llevaba incorporados nuevos agujeros, como la cobertura legal ilimitada a los acuerdos de renegociación de deuda con los bancos o la regulación más permisiva de las donaciones a fundaciones y asociaciones vinculadas a los partidos, elevando el límite en estos casos a 150.000 euros y permitiendo que estas donaciones sean realizadas por empresas públicas o que tengan contratos con las Administraciones.

Algunos de esos agujeros fueron corregidos por la reforma llevada a cabo el pasado mes de octubre de 2012. Desde entonces, los acuerdos de renegociación, cuando impliquen condonación del principal de la deuda o de los intereses, están sometidos al mismo límite de 100.000 euros anuales que las donaciones privadas y además deberán hacerse públicos. Por otra parte, se mejoró el régimen sancionador y se sometió a mayores controles las donaciones a fundaciones y asociaciones de los partidos.

Sin duda, la legislación actual es mejor que la de 1987, pero sigue siendo una legislación insatisfactoria si atendemos a los objetivos que debe cumplir cualquier regulación de la financiación de los partidos. ¿Cuáles son estos objetivos? Básicamente tres: suficiencia de recursos, transparencia y garantía de la igualdad de oportunidades, evitando que el poder del dinero condicione el debate político y los resultados electorales.

Para conseguir estos objetivos, las legislaciones más avanzadas han seguido fundamentalmente dos líneas no incompatibles entre sí:

De una parte, el refuerzo de la transparencia y del control público de las fuentes de financiación de los partidos. Hoy en día, sería técnicamente posible que los ciudadanos pudieran acceder a través de Internet a la información sobre las donaciones privadas recibidas por los partidos casi en tiempo real, lo cual permitiría, antes de votar, tener un conocimiento más fundado sobre los intereses que defiende cada partido.

De otra parte, la prohibición de las donaciones de empresas y de personas jurídicas en general. Si entendemos la donación a un partido como una forma de participación democrática, por qué no limitarla exclusivamente a los ciudadanos, que son quienes tienen el derecho a participar en los asuntos públicos. Un buen sistema de incentivos fiscales debería permitir que la financiación ciudadana se incrementara, reduciéndose proporcionalmente la dependencia de los partidos respecto de los fondos públicos y poniendo coto así a su burocratización y progresivo alejamiento de la sociedad.

Junto a estas dos medidas, que afectan a la financiación privada, sería necesario también prever una financiación pública más justa, que tuviera en cuenta solo los votos recibidos y no la representación parlamentaria, pues de lo contrario las subvenciones se acaban convirtiendo en el más potente mecanismo para la conservación del statu quo político.

A todo lo anterior habría que sumar un plan de choque para reducir la enorme dependencia que los partidos tienen actualmente respecto de las entidades financieras e introducir una drástica limitación del endeudamiento y una regulación mucho más estricta de los acuerdos de renegociación de deudas, para impedir que por esta vía se pueda sortear la eventual prohibición de las donaciones de las personas jurídicas.

El ideal democrático supone que todos los ciudadanos tengan una posibilidad igual de participar en el debate público y de influir así en la toma de decisiones políticas. En las sociedades contemporáneas, la influencia del dinero es el principal obstáculo para que ese debate libre se haga realidad. Por ello, si queremos que nuestra democracia, imperfecta por definición, se acerque mínimamente a ese ideal, es necesario dar algún paso para contrarrestar la interferencia de los poderes económicos en la vida política. Una reforma de la financiación de los partidos para instaurar un sistema transparente de financiación ciudadana sería un paso en la buena dirección.

Más Noticias