Dominio público

El discurso de la violencia

Augusto Klappenbach

Filósofo y escritor

Augusto Klappenbach
Filósofo y escritor

Desde que comenzaron las protestas organizadas ante la crisis, con la acampada del 15 M en la Puerta del Sol, se insistió en el carácter pacífico de estas manifestaciones. Carácter apenas roto por algunos incidentes aislados, algunos de ellos provocados por las mismas fuerzas del orden público. Este rechazo a la violencia se extendió a todos los movimientos derivados del 15 M, como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, incluyendo los escraches, así como a las mareas de diversos colores que recorren periódicamente las calles de la ciudad. Pero ante el progresivo deterioro de la situación comienzan a aparecer algunas voces que reclaman acciones más contundentes y proponen acciones de fuerza destinadas a exigir la renuncia inmediata del Gobierno y la Jefatura del Estado para abrir un proceso constituyente, como buena parte de las recientes convocatorias para "asediar el Congreso".

El gobierno está sumamente interesado en presentar como acción violenta cualquier movilización popular. El patético intento de calificar de "nazis" los escraches pacíficos a algunos políticos ilustra suficientemente esta estrategia: se podrá discutir su conveniencia, pero compararlos con los salvajes acosos de las SS a los judíos, por ejemplo, revela una indudable mala fe. Y no se trata de una decisión irreflexiva: el gobierno sabe que el verdadero peligro para la política de derechas que defiende no consiste en violentos incidentes aislados de grupos minoritarios sino en el progresivo convencimiento de la mayoría de los ciudadanos de que se está destruyendo un precario estado de bienestar que costó mucho tiempo construir. Y sabe también que esta mayoría no participa ni apoya la quema de contenedores, los ataques a policías ni la destrucción de mobiliario urbano. De modo que meter en el mismo saco las pacíficas movilizaciones populares y los excesos de algunos grupos violentos es la mejor manera de descalificar a las primeras, llamando "anti sistema" o "radicales" justamente a aquellos que intentan salvar el sistema democrático del capitalismo financiero que lo pone en peligro.

Los partidarios de acciones violentas razonan más o menos así: "Ya se ha visto que las acciones pacíficas no consiguen ningún resultado: es necesario enfrentarse a la violencia del sistema con respuestas igualmente violentas si queremos cambiar esta situación". Por supuesto que la violencia que impone esta crisis es superior a la que pueden producir las algaradas callejeras. Echar de su casa a familias enteras, condenar al paro a millones de trabajadores o quitar la atención médica a miles de inmigrantes son acciones mucho más graves que incidentes callejeros que se saldan con algunos contusionados. Pero la pregunta necesaria consiste en saber si estas acciones violentas ayudan a reaccionar contra esta situación o más bien contribuyen a perpetuarla. Sería un error limitarse a legitimar esa violencia por el estado de ánimo de quienes la ejercen, aun cuando esa indignación esté más que justificada: las emociones irracionales son explicables pero no suelen producir resultados duraderos.

Creo que el recurso a la violencia dificulta la incorporación de muchas personas a estas movilizaciones crecientes a las que estamos asistiendo en los últimos tiempos. Y la única esperanza para detener un proceso que se está llevando por delante las conquistas que se han conseguido en los últimos sesenta años, consiste en que se generalice, en España y en toda Europa,  un estado de opinión que exija a los políticos tener en cuenta la opinión de la gente y no solo sus propios intereses. La originalidad del movimiento 15 M y los que le han seguido consistió en su capacidad para convocar a sectores muy distintos de la sociedad, tanto desde un punto de vista político como social y generacional. Resulta sintomático que uno de sus promotores haya sido un anciano francés de más de noventa años. Y si bien es cierto que no son muchos los resultados que se han conseguido desde entonces, también lo es que estos movimientos no han sido inútiles. Se han evitado cientos de desahucios, se ha paralizado el desmantelamiento de algún hospital y varios ambulatorios, se ha logrado mantener la financiación de más de un servicio social. En cualquier caso, más de lo que se hubiera conseguido con alguna esporádica acción violenta. Y lo más importante: está creciendo entre muchos sectores tradicionalmente despolitizados la conciencia de que se nos está imponiendo un modelo de sociedad sin consultarnos y que la intervención de la gente es capaz de detener al menos algunas de sus consecuencias. La historia dirá si esto es suficiente, pero no cabe duda de que es necesario.

Las acciones violentas, por el contrario, llevan este conflicto al campo que le interesa al adversario. Hemos tenido tiempo para constatar que las vanguardias que pretenden radicalizarse separándose de la gente común terminan, en el mejor de los casos, siendo inoperantes, y en el peor, añadiendo a esa inoperancia algún hueso roto. Pero si se siguen aplicando recetas que profundizan la exclusión de millones de personas y se extiende la situación de miseria que ya están sufriendo muchas familias, puede llegar el momento en que estas reflexiones resulten ociosas y las acciones violentas no sean ya el producto de una opción estratégica sino la respuesta a una provocación de consecuencias imprevisibles. Y entonces será tarde para una reflexión serena y habrá que pedir responsabilidades a quienes realmente la tienen.

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