Dominio público

¿A qué huele la ONU?

Xavier Ferrer-Gallardo

Investigador. Departament de Geografia. Universitat Autònoma de Barcelona

Xavier Ferrer-Gallardo
Investigador. Departament de Geografia. Universitat Autònoma de Barcelona

La semana pasada se celebró en Nueva York la sexagésimo octava Asamblea General de las Naciones Unidas. El mismo ritual de todos los otoños. La tradicional retahíla de líderes de todos los septiembres. Puntuales a la cita. Uno tras otro. De Robert Mugabe a Dilma Rousseff. De Finlandia a Kiribati. De Tonga a Pakistán. Se trata de una representación, perfectamente engrasada, del lado menos salvaje de las relaciones internacionales.

"Watch history in the making". La televisión de Naciones Unidas (UN WEB TV) nos invita con este eslogan a seguir la Asamblea en streaming. Nos impele a disfrutar en directo de la fabricación de parte del palimpsesto discursivo sobre el que desde los años cuarenta se sustenta (pistolas y bombas de racimo al margen) la política global.

Semejante acumulación de mandatarios ávidos de foco mediático suele deparar momentos memorables. Uno de esos momentos, sin duda, fue el protagonizado por Hugo Chávez en 2006, cuando denunció que el púlpito desde el que hablaba olía a azufre. El día anterior, George W. Bush (el diablo, según Chávez) había pronunciado su discurso desde esa misma tribuna. En 2009, ya con Obama en la Casa Blanca, el presidente venezolano retomó el hilo de aquella intervención para congratularse de que allí ya no olía a azufre.

El sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, no ha asistido a la Asamblea puesto que, según anunció, su integridad física corría peligro si viajaba a Nueva York. Es probable que partidarios, y también detractores, echen en falta su presencia y el despliegue en la gran manzana de su oratoria telegénica y bolivariana.

Pero uno de los momentos más esperados este año era un posible encuentro de los presidentes de Estados Unidos e Irán, Barack Obama y Hasan Rohani. Finalmente dicho encuentro no tuvo lugar. La foto que muchos deseaban no pudo tomarse. Sí se produjo, en cambio, una conversación telefónica, mediante la cual se escenificó el acercamiento entre ambos países tras más de tres décadas de distanciamiento.

Suscitando bastante menos interés a escala global, el encuentro que sí se produjo, y sí quedó documentado gráficamente, fue el mantenido entre José Manuel García Margallo y su homólogo argentino, Héctor Timmerman. Ambos departieron, entre otras cuestiones, sobre el anquilosamiento de sus respectivas reivindicaciones territoriales frente al Reino Unido (Gibraltar y Malvinas) en la compleja madeja de las Naciones Unidas.

De seguir la buena sintonía hispano-argentina, sería meritorio que, antes del próximo otoño, y antes por tanto de que las aceras de Manhattan vuelvan a ser pisadas por mandatarios de los 193 Estados miembros de Naciones Unidas, Margallo y Timmerman aprovecharan para incorporar un nuevo punto en la agenda de futuras conversaciones: ¿de qué modo pueden ambos gobiernos contribuir a agilizar el proceso abierto en Buenos Aires contra quienes torturaron en las comisarías españolas durante el franquismo?

La impunidad de la que los torturadores franquistas han gozado desde el fin de la dictadura en España huele mucho peor que el azufre. Desprende un hedor que un sistema democrático no puede soportar.

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