Dominio público

Fascismo e inmigración

Andrés Piqueras

Profesor de Antropología Social y Sociología. Universitat de Castelló

Andrés Piqueras
Profesor de Antropología Social y Sociología. Universitat de Castelló

El fascismo no es algo distinto al capitalismo, es su versión más salvaje. La que adopta para hacer frente a las fuerzas del Trabajo organizado. Es decir, es en lo que se convierte el capitalismo cuando la población trabajadora ha adquirido un nivel de conciencia y organización tales que comienzan a poner seriamente en cuestión el orden de dominación y explotación.

El resto del tiempo, el Capital tiene a esta opción en la reserva, y la saca a pasear de vez en cuando para que nadie se olvide de su presencia. Para amedrentar, confundir con consignas fáciles y extremas simplificaciones del pensamiento a la población. Dirigido siempre, coyunturalmente, contra alguna fuerza social o política que pueda preocuparle.

Los fascistas que no saben a quién están sirviendo (es decir, los tontos útiles, en este caso tontos-bestias útiles, que obviamente son la mayoría de los fascistas –sólo algunos dirigentes saben cuál es su razón real de existir-) tienen la rara virtud de equivocarse siempre en el señalamiento de las causas de los males sociales. Especialmente porque de forma indefectible personifican las relaciones estructurales, culpando a personas o colectivos de aquellos males. Y claro, en esa personificación siempre la toman con el más débil, lo que, a parte de ser un claro síntoma de la cobardía intrínseca de este movimiento, es señal inequívoca de su estupidez doctrinaria.

Pero esta forma fácil de ahorrar pensamiento y de aliviar pesares a costa de los que están todavía peor, ha funcionado mil veces a lo largo de la historia. Por eso en Europa el fascismo gana espacio, de nuevo, lanzándose contra los extranjeros, los inmigrantes. Es decir, contra quienes menos se pueden defender. Obvio.

Pero los seres humanos tenemos la facultad de reflexionar, así que reflexionemos. Las migraciones son hoy en su gran mayoría movimientos de personas en función de los intereses del Capital, que en Europa se beneficia de importar fuerza de trabajo más barata, aumentar el ejército laboral de reserva y por tanto debilitar el poder social de negociación del salariado autóctono. Amén de enfrentar a una parte de la población trabajadora contra otra.

Si los inmigrantes fueran los principales responsables de nuestros males, que los fascistas y todos aquellos que les sirven de eco y nutriente a través de actitudes y opiniones  xenófobas y racistas, pidan al empresariado español que eche a toda la fuerza de trabajo previamente importada y que en adelante no admita ninguna más. Ni siquiera en esta coyuntura con todo a su favor, a nuestros pulcros y orondos empresarios dejarían de erizárseles los pelos ante semejante propuesta. Porque para empezar no alcanzamos a reproducir socialmente la propia fuerza de trabajo, y para acabar porque supondría renunciar a una parte decisiva de su poder laboral.

No, a los y las inmigrantes no les está permitido estar aquí por humanitarismo, sino por interés de nuestro empresariado en particular, y del Estado capitalista en su conjunto.

Sigamos reflexionando. Si se consigue el establecimiento de una desigual condición de la fuerza de trabajo, dividiéndola por ejemplo, en nacional y extranjera, o en masculina y femenina, en veteranos y jóvenes, se logrará que una parte de esa mano de obra, de esas personas (la segunda parte de los binomios citados), incidan en detrimento de las condiciones salariales, laborales y sociales del resto.

Así por ejemplo, los Estados procurarán la diferenciación institucional de los procesos de mantenimiento y reproducción de la fuerza de trabajo según orígenes, generando un subtipo de ella especialmente vulnerable o desposeído de poder social de negociación en virtud de la atribución del estatus de extranjera.

Hemos de tener en cuenta que la no libre circulación de fuerza de trabajo (a diferencia de la libre circulación de capitales y casi libre de mercancías), es básica para mantener diferentes precios de la misma, y por tanto la posibilidad de ganancia en las relaciones reales de intercambio de las formaciones sociales y entidades empresariales que dominan la división internacional del trabajo. Efectivamente, si en un país hay productores que producen más ineficientemente (con menos productividad) sus precios no serían competitivos y se verían pronto sancionados por el mercado. En cambio en el mercado mundial pueden incluso tener mayores tasas medias de ganancia, dado que podrán aprovecharse, entre otros factores, del menor costo de la fuerza de trabajo, pues no existe un precio global de la misma. Esto hace también que haya una competencia por reducir el precio de la fuerza de trabajo en casa, así como por importar fuerza de trabajo barata de otros lugares, cuanto más barata mejor.

Esa importación de fuerza de trabajo se realiza a discreción, a veces masivamente, a veces con cuenta-gotas, con muchos controles e impedimentos pero con agujeros, para que quienes logren "colarse" de forma "no legal" estén en situación de extrema vulnerabilidad. Dada su clandestinidad se verán forzados a aceptar las peores condiciones, sin poder protestar ni mucho menos denunciar. También se verán más propensos a perecer por el camino, como Lampedusa o el Estrecho muestran dramáticamente a cada rato. Hay que considerar en este punto que la fuerza de trabajo es la única mercancía que en su gran mayoría se costea su propio traslado (se trata sólo de destrozar sus condiciones de existencia en origen y el movimiento migratorio deviene como un fenómeno natural).

En el fondo, todos los grandes empresarios, los dueños de transnacionales, los que administran corporativamente la Unión Europea y los grandes grupos de poder, son fascistas "si hace falta". Les gustaría más la aquiescencia y la sumisión de la población (esto es, mantener su hegemonía), pero si las cosas se ponen feas, no queda más remedio que ser fascista. Y si no que se lo digan a los grupos empresariales de la Bayer, Basch, Hoechst, Siemens, AEG, Krupp y Thyssen, cuando auparon al enclenque político de Hitler para que les hiciera la limpieza social que necesitaban.

En España, tras el genocidio político cometido por el franquismo durante casi medio siglo, parece que no hace falta llegar a tanto de momento. Todo y a pesar de que la Organización para la Seguridad y Cooperación Europea (OSCE) acaba de incluir a España en la "lista negra" de países sin libertad y el único del mundo que no admite inspeccionar su régimen, ni ha hecho contrición de sus crímenes de Estado.

En general, las sociedades del sur de Europa están ya bastante disciplinadas a fuerza de dictaduras y golpes militares, todavía lo suficientemente cercanos como para que no se sienta una gran atracción por el fascismo (ya incluido históricamente por otra parte, en la estructura gobernante). A no ser que la situación se haga límite, como en Grecia.

Sin embargo, las clase medias de la Europa central y nórdica, que ven peligrar el Estado del Bienestar que tanto costó levantar y tanta prosperidad les dio, se ven cada vez más tentadas por el anti-pensamiento fascista: "blindemos el Estado del Bienestar sólo para nosotros, que se vayan los extranjeros". Los resultados electorales, por ejemplo, de Austria, Noruega, Holanda, ¿de nuevo Alemania?, incluso más abajo Francia, o en el Este, Hungría, muestran una clara tendencia hacia ese refugio fácil, propio del miedo y de la cobardía resultante. Miedo entendible a perder lo que se tiene, y cobardía por no dirigirse a quien está destrozando realmente ese Bienestar, que no es otro que el propio capitalismo terminal, desbocado, y toda la cohorte de capitalistas y sus gestores y administradores públicos que intentan salvarse a sí mismos a costa de todos los demás.

Por eso no hay ninguna solución en echar a los inmigrantes. ¿Volverían entonces los más de 2 millones de españoles que tenemos fuera? El único camino que abre alguna posibilidad es el de la lucha para que no exista la discriminación institucional nacional-extranjero, y por tanto que no se pueda pagar menos y ofrecer peores condiciones laborales a unos que a otros, evitando la segmentación del mercado laboral, que a la postre presiona las condiciones de todos a la baja. Igual pasa con la desigualdad de género o la generacional, entre otras.

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