Dominio público

Universidades: con cuidado pero sin temor

Ángel Gabilondo

ÁNGEL GABILONDO

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Al menos estamos de acuerdo en que la universidad necesita una profunda transformación. También es cierto que no somos pocos los que trabajamos en ello. Y no deja de ser verdad que hay modelos diferentes de entender en qué ha de consistir ese cambio radical y cuál ha de ser su alcance. Coincidiremos también en que la universidad ha sido un factor determinante en la inclusión social, si bien sigue siendo indispensable insistir en esa dirección.
Empecemos por no satanizar ni descalificar los argumentos de quienes no piensan en este asunto como nosotros. Y, sobre todo, no caigamos en el maniqueísmo de considerar que los intereses de la universidad son angélicos y nosotros, sus miembros, seráficos, mientras que "la sociedad", de la que se habla con una distancia que estremece, es mercantilista. Sin duda, la sociedad en gran medida lo es, y nosotros formamos parte de ella y, sin duda, también muchos compartimos valores y convicciones para perseguir y luchar por que el mundo sea más justo y solidario. Puede extrañar que esto tenga algo que ver con el proceso y el debate sobre el espacio europeo de educación superior, pero es que se viene hablando de estas cosas, aunque no sólo de ellas.
Ciertamente, en ocasiones el debate más parece tener que ver con las formas de participación y de representación, con la legitimidad de los órganos de decisión e incluso sobre el sentido y alcance de la democracia, hasta acabar por deliberar sobre la globalización y, en definitiva, sobre el mundo. Y no es que el asunto esté al margen. Quizá se trata de eso, en última instancia, siempre que hablamos del conocimiento, de la educación, de la cultura, de la ciencia, de la universidad. Pongamos entonces las cosas en su sitio y, si ese es el debate, centrémonos en él, pero en ocasiones es desconcertante comprobar las derivas argumentativas que, por ejemplo, conducen a algunos a considerar la elaboración de los nuevos planes de estudio como una muestra de la mercantilización de la educación superior. Hacemos bien en cuidarnos de que no sea así y, de hecho, las universidades trabajamos para que no sea así. Y no es así, hasta donde sé.
Ni los organismos públicos y privados, entidades, administraciones, empresas... son clara expresión de la perversidad del mundo, ni atender las demandas de la sociedad es signo de la claudicación a los intereses del mercado. No siempre resulta fácil conocer cuál es esa demanda, ni quién la transmite. Tampoco es sencillo saber quién habla en nombre de la justicia y la solidaridad y se erige en su portavoz. Aun siendo difícil, tendremos que esforzarnos colectivamente por escuchar, por escucharnos y por no ceder ante planteamientos que sólo persiguen la rentabilidad económica y el beneficio. La universidad es determinante socialmente, con sus procesos de formación, de investigación, de generación y transmisión del conocimiento, con su espíritu crítico y con su responsabilidad, que es también capacidad de responder. Y responder no es rendirse. No somos adiestradores profesionales, ni nuestro único objetivo es capacitar para producir, pero estimamos que formar para poder desarrollar una actividad, una profesión, y procurar un oficio no es incompatible con ser dignos ciudadanos, ciudadanos dignos. Ni hemos nacido para ser empleados, ni para que otros lo sean por nosotros, mientras calificamos desde nuestra atalaya. Así que no considero inapropiado pensar que es compatible el conocimiento con que con él puede desempeñarse honestamente un oficio y ser un buen profesional.

Desde estos presupuestos, el debate ha de centrarse en los aspectos relativos a las acciones más específicas en la que ahora nos ocupamos: modificar las formas convencionales de aprender y elaborar nuevos planes de estudios. Algunos insistimos en la necesidad de estudiar y de enseñar, pues no se trata de quedarnos en aspectos formales. Es tiempo ya de ser menos convencionales. Están llenas de sentido nuestras precauciones para que la formación no suponga una pérdida de conocimientos a favor de un amaneramiento de las habilidades, pero también es cierto que determinadas competencias son también conocimiento. Y hemos de hacer valer en las memorias para la verificación de los planes de estudio una concepción rigurosa, científica y social de las materias, y tales memorias no han de ser simplemente una combinación burocrática de ingredientes para satisfacer los requisitos solicitados. Está en nuestra mano hacerlo y es nuestra obligación reclamarlo de las agencias de evaluación. En este aspecto hemos de ser extremadamente exigentes. Pero tampoco hemos de considerar que una distribución razonable de los recursos es una perversión del conocimiento. Podemos y debemos proceder adecuadamente.
Al respecto, resulta clave la igualdad de oportunidades para que mediante, entre otras medidas, una política rigurosa, clara y extensa de becas se garantice la efectiva movilidad entre las regiones y países, para propiciar el acceso a los estudios y para que sean reales sus proclamadas ventajas. Sin ella, el espacio de educación superior no es realmente común. Hemos de reclamar y reclamamos que sea así. Sin duda, es imprescindible un debate sobre el modelo de financiación del sistema universitario, con objetivos, con indicadores, con rendición de cuentas, desde una concepción social que no considere a las personas como mercancía y que no olvide que una institución pública no es propiedad de quienes trabajamos en ella. Ser servidores públicos supone reconocer que lo público es patrimonio social. Efectivamente, y hasta el extremo de que es indispensable un mayor esfuerzo y compromiso de toda la sociedad en la financiación de las universidades, garantizándose públicamente la misma, pero requiriendo el concurso de todos mediante fórmulas mixtas. Ello no supone renunciar al criterio propio ni a la libertad de investigación.

Comparto la posición de quienes estiman que la formación de profesores no puede reducirse a una implementación de aspectos pedagógicos y psicológicos, ni ha de ser monopolio de la didáctica. Sin renunciar a estos aspectos, cualquier máster que busque esa competencia ha de suponer una mejoría de conocimientos específicos. Y es cierto que ello plantea un problema serio en relación con otros másteres. Ha de combinarse el rigor académico con aquellas estrategias que faciliten el aprendizaje de los estudiantes, permitiéndoles obtener buenos resultados académicos, que eviten tanto abandono y fracaso escolar.
En todo caso, lejos de toda voluntad de mercantilización, es indispensable la vinculación de la universidad con la sociedad de la que forma parte. Hemos de retornar el esfuerzo de los ciudadanos procurando bienestar mediante el conocimiento. Ello no significa rendición ante el mercado sino responsabilidad ante la necesidad de que la universidad sea determinante en la creación de condiciones de nuevos modelos económicos y sociales, basados en el conocimiento, en la investigación, en la innovación y en el desarrollo, lo que en modo alguno se logrará aislándonos, autosuficientes, de nuestros entornos sociales, económicos y políticos. Ni siquiera aunque para explicarlo hagamos discursos sobre la claudicación de la universidad, lo que en absoluto sucede.

Ángel Gabilondo es Presidente de la CRUE y rector de la Universidad Autónoma de Madrid

Ilustración de Iker Ayestaran

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