Dominio público

Los muros de la posguerra

Carlos París

CARLOS PARÍS

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Con su muerte reciente, se nos ha ido José Luis Rubio, un miembro destacado –aunque no se hayan rendido los honores merecidos a sus méritos– de la generación de posguerra. Aquella que vivió su juventud en los primeros años de la dictadura, en la década de los cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Eran tiempos en que España estaba dividida por un alto muro y un foso repleto de cadáveres, muchos de los cuales todavía hoy están saliendo a luz. La muralla separaba a vencedores y vencidos en la Guerra Civil que siguió a la sublevación contra la República. Y los hijos de los vencedores quedaban aislados de la España perseguida, masacrada y torturada, en la que los otros jóvenes, los de las familias derrotadas, vivían una terrible existencia, tal como han relatado, entre otros testimonios, Lidia Falcón en sus Hijos de los vencidos o Miguel Salabert en El exilio interior.
Pero, además de este muro social, se había levantado otro: el que cegaba la visión de la reciente historia de España. No sólo de lo que habían representado el movimiento obrero socialista, anarquista, comunista, sino también el desarrollo cultural florecido desde el último tercio del siglo XIX, junto a lo que fue la Institución Libre de Enseñanza. También el despertar de una conciencia feminista en nuestro país era olvidado y ahogado por el discurso patriarcal. Y la II República, con sus esfuerzos por elevar nuestro país, se describía como una época de caos, que había hecho necesaria su liquidación.
Pero la realidad no deja de imponerse con la tozudez de los hechos. Y muchos de los jóvenes formados en aquellos tiempos, sin maestros en una universidad empobrecida y encuadrados en las organizaciones del régimen, fuimos traspasando ambas murallas. La que dividía a vencedores y vencidos. La que ocultaba lo mejor de nuestra reciente historia. Fue una larga marcha hacia el encuentro de nuestra realización. Recorriendo la miseria de los suburbios, trabajando en minas y fábricas, en los campos del Servicio Universitario del Trabajo y hermanándose en ellos con el proletariado. También leyendo y descubriendo los autores anatematizados, escondidos en librerías clandestinas y visitando, allende nuestras fronteras, otras tierras más libres. Quien, curioso de esta época, relea las páginas de las revistas juveniles crecidas a la sombra del SEU, la organización obligatoria de los estudiantes hasta 1964, podrá apreciar algunas huellas de este itinerario, las palabras, a veces aún balbucientes, en que nacía un pensar propio. Y así brotó una rebeldía en que miembros de esta generación, provenientes de familias de derechas, incluso hijos de ministros del régimen, acabaron militando en los clandestinos partidos de izquierda.

No es posible, en este artículo, detallar esta historia y enumerar sus protagonistas, aunque en mi círculo más próximo no dejaría de recordar a figuras como Miguel Sánchez Mazas, con su aportación a la lógica matemática, el gran poeta José María Valverde o, en Barcelona, a Manuel Sacristán. Pero no querría dejar sin mención especial la importante y original aportación que supusieron las ideas y actividades del recientemente fallecido José Luis Rubio.
En aquel mundo bélico, dividido entre las potencias capitalistas y el comunismo soviético, de un lado, y el eje nazifascista, que se iba hundiendo en la derrota, de otro, y al que seguiría la guerra fría entre los vencedores, dirigió su mirada hacia el potencial latente en el universo iberoamericano. Y repensó el ideal de su unidad, soñado por Bolívar. Podía levantarse en un nuevo bloque histórico, en que, recogiendo los ideales de los movimientos revolucionarios, se realizara una nueva y original sociedad anticapitalista, que él, manteniéndose fiel a su formación cristiana, veía a la luz de un cristianismo comprometido. España, sin pretensiones imperialistas, debería ser partícipe de este nuevo bloque histórico, llamado a incorporar las reivindicaciones de los pueblos indígenas, oprimidos por la conquista primero y por el poder de las burguesías después.
Y en este línea creó, en los años cuarenta, unos Grupos de Unidad Hispánica, en los que participamos jóvenes de aquella época. El proyecto era extenderse a la sociedad iberoamericana y formar un movimiento que diera realidad a tal ideal unitario y social. Aunque la vida de aquella iniciativa juvenil fue efímera, posteriormente, en la segunda parte de aquella década, se creó la Asociación Cultural Iberoamericana, que formaba parte de un Instituto Cultural Iberoamericano nacido en 1945 en una reunión de Pax Romana que concentró numerosas personalidades de Iberoamérica y España. Muchas de las organizaciones de este Instituto en Iberoamérica se convirtieron en centros de propaganda del régimen franquista, auspiciados por el oficial Instituto de Cultura Hispánica. Pero en Madrid y Barcelona se crearon Secciones Universitarias guiadas por los ideales de los Grupos de Unidad Hispánica y en sus actividades –algunas tan insólitas bajo la represión como la lectura y discusión del Manifiesto Comunista, conmemorando en 1948 su centenario– participaron numerosos jóvenes del mundo iberoamericano unidos en estos ideales.
José Luis Rubio fue presidente de dicha Sección Universitaria, que anteriormente yo había ocupado. Hoy día, tras la revolución cubana y la sandinista, aplastada en Nicaragua, tras el desarrollo de la teología de la liberación, al contemplar la realidad Iberoamericana en Venezuela, en la Bolivia de Evo Morales, en los procesos de Ecuador, hay que reconocer la clarividencia y la actualidad de aquellos prematuros ideales de José Luis Rubio.

Carlos París es filósofo y escritor

Ilustración de Javier Olivares

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