Dominio público

Eluana y el derecho a decidir

Fernando Soler Grande

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Cualquiera con algún conocimiento histórico sabe que el curso de la Humanidad fluye con altibajos, pero de un modo inexorable, hacia mayores cotas de libertad individual y menor dominio oligárquico. Siglo tras siglo, el poder de las aristocracias y las iglesias ha ido perdiendo capacidad real de influir, tanto en las leyes como –lo que es más importante– en el modelado de las conciencias. Con todos sus defectos, los sistemas garantistas imperantes en nuestro primer mundo hacen inimaginables horrores comunes apenas hace unos años. De nada han servido las diferentes versiones del ahora no toca; el sentido común, la razón y el progresivo abandono de temores ancestrales a la muerte y al más allá nos van permitiendo tomar las riendas de nuestra propia existencia. Las leyes, incluso en nuestro país, permiten a los ciudadanos tomar decisiones sobre su propia vida que, pese a ser insuficientes, han alcanzado, sin embargo, niveles de reconocimiento de la autonomía personal impensables hace menos de 50 años. Queda mucho camino que recorrer, pero, por más que se empeñen en evitarlo los poderes reaccionarios, la historia camina tozudamente en la misma dirección, sencillamente, porque se puede encarcelar a Galileo, pero no a sus ideas.
Los ciudadanos, cada día más conscientes de nuestra responsabilidad respecto al progreso y de que nada se nos da sin esfuerzo, abrimos continuamente frentes de libertad en diversos sentidos. Entre dichos frentes, la lucha ciudadana por el reconocimiento legal del derecho a la eutanasia resulta crucial para conseguir nuestra autonomía real de ciudadanos libres y responsables. Sólo cuando se pierde el miedo a la muerte se es completamente dueño de la propia vida y se consigue verdaderamente ser libre. Ellos lo saben y, por eso, se resisten y mienten sobre nuestras verdaderas intenciones, achacándonos la de "liquidar ancianos e indefensos". Pero, a estas alturas de la Historia, les resulta imposible acallar nuestras voces; los tribunales de la Inquisición son imposibles ya, aunque algunos estarían encantados de resucitarlos.
Frente a quienes hacen alarde de la misma Constitución –que rechazaron encendidamente en su momento–, pretendiendo que su artículo 15 supone una especie de defensa berlusconiana de la vida, cada vez más ciudadanos –la mayoría si hacemos caso de las encuestas– entendemos que la defensa de la vida en nuestra ley suprema se refiere a su no disponibilidad a cargo de terceras personas. De hecho, ni siquiera de un modo absoluto, pues en ese mismo artículo 15 se admite la excepción a la abolición de la pena de muerte en tiempo de guerra. La Constitución de 1978 no hurta el control de la vida a uno mismo, sino que la protege frente a terceros.
Valores fundamentales en nuestra Carta Magna son la libertad y la dignidad. La vida, como requisito imprescindible para el ejercicio de esos derechos, aparece como el bien necesario, pero en modo alguno como no prescindible por uno mismo, precisamente en aras de su dignidad y en ejercicio de la propia libertad. Si no fuera así, si la Constitución mantuviera la creencia confesional de la vida como un bien sagrado, recibido de la divinidad y, por lo tanto, inviolable e indisponible para uno mismo, habría que refutar como inconstitucionales no sólo la Ley General de Sanidad, sino también la de Autonomía del Paciente y sus derivadas de Disposiciones Anticipadas o Testamento Vital, que nos reconocen el derecho a rechazar el inicio de un tratamiento o a exigir su retirada una vez iniciado, aunque ello conlleve con certeza nuestra muerte. Incluso el vigente Código Penal de 1995, que suprime la consideración como delito del suicidio libremente decidido y atenúa las penas para el homicidio de carácter eutanásico, debería haber sido recurrido al Constitucional por quienes ahora se empeñan en negarnos el derecho a disponer de la propia vida. Su no cuestionamiento de estas leyes deja patente la inconsistencia de sus pretendidos argumentos.

Espectáculos bochornosos, como el empeño que hubo para impedir el derecho de Eluana Englano -reconocido incluso por la más alta magistratura judicial del Estado italiano-, a terminar una existencia meramente vegetativa que ella rechazó en vida, deben ponernos en máxima alerta. No sólo no estamos a salvo de fundamentalismos a cargo de la jerarquía religiosa –en nuestro caso, la católica, con su máximo Pontífice a la cabeza–, sino incluso de dirigentes democráticamente elegidos, pero dispuestos a ponerse por montera la ley y las decisiones judiciales inapelables en un ejercicio de cinismo que produce náuseas.
O los ciudadanos nos movilizamos y exigimos a nuestros representantes políticos las leyes que verdaderamente garanticen el respeto a nuestras decisiones libres y a nuestra autonomía personal –leyes que impidan la intromisión en ellas de cualquier iluminado autoinvestido de un poder sobre nuestras vidas que nadie le otorgó–, o habremos renunciado a nuestra dignidad de personas.
Es el momento de la movilización ciudadana, toca ya exigir el reconocimiento explícito de nuestro exclusivo derecho a decidir cuándo nuestra vida ha dejado de merecer ser vivida. La protección legal de este derecho aparece hoy como una necesidad de legítima defensa inaplazable a la vista de que, incluso en sociedades democráticas, son posibles actitudes cavalierescas empeñadas en condenarnos a pena de vida perpetua. La lucha de Beppino Englano, en defensa y representación de su malograda hija, debería ser una sacudida a nuestras conciencias ciudadanas demasiado resignadas a dejar en manos de otros las decisiones que sólo a nosotros nos competen. Todos tenemos con el padre de Eluana una deuda de gratitud.
También nosotros, médicos, que sentimos el respeto a las decisiones libres y autónomas de nuestros pacientes, como parte de nuestra obligación ética de ayuda al doliente.

Fernando Soler Grande y Luis Montes Mieza son médicos del Hospital Severo Ochoa de Leganés

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