Dominio público

Los límites de la libertad de expresión

Octavio Salazar Benítez

Octavio Salazar Benítez
Profesor Titular de D. Constitucional, Universidad de Córdoba

En las últimas semanas todos nos hemos convertido en ejemplares defensores de la libertad de expresión. Ante la agresión dramática al corazón de nuestras democracias, hemos reaccionado lógicamente con una defensa encendida de uno de los derechos sin los que el edificio constitucional se derrumbaría. Sin embargo, y al margen del cinismo de quienes encabezan manifestaciones cuando acaban de aprobar medidas enormemente restrictivas de dicha libertad, la mayoría parece haber olvidado que toda teoría de los derechos es una teoría de los límites. Es decir, que la misma garantía de nuestros derechos fundamentales conlleva necesariamente el establecimiento de límites de los mismos para hacer posible la convivencia o, lo que es lo mismo, para hacer posible que derechos en conflicto alcancen un equilibrio, en ocasiones inestable, pero pacífico.

Tras el atentado de París, uno de los grandes debates abiertos es sin duda el del respeto a las creencias religiosas y, por tanto, hasta qué punto las convicciones pueden operar como límites de la libertad de expresión. Un debate que, a su vez, nos remite al relacionado con la gestión de las religiones en el espacio público democrático. Es evidente que un Estado constitucional debe garantizar el respeto de las convicciones de los individuos, con independencia de que sean sagradas o no —de ahí la necesidad de reivindicar el término libertad de conciencia frente a libertad religiosa—, así como la expresión colectiva y pública de las mismas.

Ello no quiere decir que deba existir confusión entre la ley de todos y la moral de unos pocos, como tampoco que las expresiones religiosas carezcan de límites. Es decir, en un Estado constitucional, construido sobre el contenido sustancial que representan los derechos fundamentales, debería resultar incontestable que las expresiones de la dignidad humana actuasen como muro de contención frente a cualquier idea o convicción, al menos en lo que a su proyección pública se refiere. Por lo tanto, "no todo vale" en un Estado constitucional o, mejor dicho, no todo debería valer lo mismo. En consecuencia, los límites legales, incluso penales, deberían también aplicarse a las expresiones religiosas que públicamente atenten contra los derechos humanos. De ahí que no debería temblarnos el pulso de la ley ante, por ejemplo, las declaraciones machistas y homófobas de imanes u obispos, como tampoco debería resultarnos indiferente que los poderes públicos subvencionen a confesiones que discriminan por razón de sexo.

Desde este punto de vista, resulta muy complicado mantener jurídicamente, como se hace en nuestro ordenamiento, un delito de ofensa a los sentimientos religiosos. Se trata de un tipo que difícilmente se ajusta a los contenidos garantistas de un Derecho Penal democrático y ante el que resulta casi  misión imposible probar de manera fehaciente el ánimo de ofender. Sobre todo porque nos situamos en terrenos enormemente personales, emocionales, muy subjetivos, ante los que los límites legales deben actuar con cautela. Si lleváramos al extremo el tipo penal de la ofensa, prácticamente eliminaríamos la libertad de expresión, porque cualquiera de nosotros con facilidad puede entender que una manifestación, del tipo que sea, ha herido nuestras convicciones que, insisto, pueden ser religiosas o no, por lo que carece de sentido proteger más a las primeras que al resto.

Sin duda, una consecuencia aún no superada de entender que las creencias religiosas, y solo ellas, son las que pueden  determinar el sustrato moral del individuo. En consecuencia, entiendo que el único límite que la libertad de expresión debería tener en un Estado constitucional es el derivado de la garantía de la igualdad y no discriminación. Es decir, lo que no deberíamos aceptar  en una sociedad democrática son las expresiones que discriminen o que inciten a la discriminación de personas o grupos, como tampoco aquellas que en su caso promuevan el odio y por tanto el no reconocimiento como iguales de quienes son diferentes. Ese debería ser el único límite efectivo de cualquier derecho y por tanto también de la libertad religiosa. Todo lo demás, incluidas las expresiones críticas, irónicas y humorísticas que incidan en las convicciones propias o de los demás, debería entenderse como pieza esencial de un régimen basado en el pluralismo y apoyado, se supone, en la secularización de una sociedad en la que deben fluir ideas y pensamientos en cuanto que somos seres dotados de razón y de conciencia. Una sociedad en la que lo único sagrado debería ser el respeto  a la igual dignidad de todos y de todas y, por tanto, de todos los derechos que hacen de cada uno de nosotros un individuo con voz propia y con capacidad de disentir.

Difícilmente traduciremos en hechos este paradigma si olvidamos que sin la suma de igualdad, laicismo y justicia social la democracia deviene imposible.

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