Dominio público

Políticas imperiales

Claudio Zulian

Cineasta y artista

Claudio Zulian
Cineasta y artista

La reciente victoria electoral de Emmanuel Macron y las iniciativas políticas que este ha emprendido son la última evidencia de una profunda mutación política global. El bipartidismo francés de los últimos 60 años, basado en la alternancia de un partido de centro-izquierda (el partido Socialista) y de uno de centro-derecha (los diferentes avatares de la herencia de De Gaulle)  ha saltado por los aires. Macron ha reunido a su alrededor personalidades de los dos grandes partidos, dando entidad de organización política a lo que venía sucediendo en los hechos: la coincidencia del grueso de las políticas de los dos bandos. No se trata en modo alguno de una particularidad de la vida política francesa. Nos baste pensar, por ejemplo, como Matteo Renzi en Italia ha liderado una operación análoga a la de Macron, aunque en su caso desde dentro del Partido Democráctico (el equivalente italiano al partido socialista francés). En las últimas primarias, Renzi ha propiciado la secesión del ala más izquierdista  del partido. Tanto en el caso francés como en el italiano, el objetivo ha sido  deshacerse definitivamente de cualquier deuda con una cultura tradicional de izquierdas que aún suponía alguna forma de control de la economía orientado a la redistribución. En el gobierno compuesto por Macron hay ministros del partido socialista y del centro-derecha, unidos por la fe común en el liberalismo - cuyas consecuencias sociales, percibidas como irremediables, todos afirman, por otra parte, querer suavizar.

En Francia, el candidato del Partido Socialista, Benoît Hamon, fue elegido mayoritariamente por los militantes con un programa de tintes reformistas clásicos y fue abandonado inmediatamente por la mayoría de cuadros del partido que consideraron su elección como un error de la militancia. Los modos de funcionamiento del poder eran los que ellos conocían: la militancia se equivocaba. Hemos visto reproducir este tipo de discurso  en España, en ocasión de la reciente elección del secretario general del PSOE, en Inglaterra cuando los militantes del Labour eligieron a Crobyn y en Estados Unidos durante las primarias que enfrentaron a Clinton con Sanders  –  este último se atrevía a declarase socialista en USA! En todos los casos se ha evocado una supuesta falta de conocimiento de la militancia y se ha achacado a los líderes reformistas un exceso de populismo. Se ha marcado así una nítida línea de separación entre saber y no saber y sancionando la verdad del saber contra la falsedad de los deseos y afectos populistas.

Este mismo discurso ha sido naturalmente empleado también para descalificar la adversaria de Macron, Marine Le Pen, representante de uno de esos partidos de la ultraderecha europea que en Italia, Polonia y Alemania , entre otros, han sabido interpretar con una retórica bronca y peligrosa el malestar de los excluidos de los beneficios del liberalismo. La prensa ha subrayado una y otra vez la vulgaridad, la bajeza y la inconsistencia de la retórica de Marine le Pen - exactamente como lo hizo con Trump. El objetivo central de estas críticas ha sido demostrar que más allá de la expresión del enfado, en realidad Marine Le Pen sería incapaz de conducir el Estado. Las propuestas de Macron, en cambio, se consideraron realistas y técnicamente correctas. Este tipo de críticas apuntan también a la izquierda con análogos reproches dirigidos las fuerzas como Podemos o Syriza que han aparecido en la escena política recientemente. Recordemos al inefable Dijsselbloem, decirle a los griegos – cuyo gobierno encabeza Alexis Tsipras – "que el recreo se había acabado", con el mismo desprecio mostrado por Christine Lagarde, directora del FMI, al respecto del mismo gobierno, cuando aseveró  que era hora "de dejarse de niñerías". Se dibuja en suma, con claridad, una frontera entre saber y no saber respecto a la administración de la cosa pública y del poder. Sólo quien sabe tiene legitimidad para hacer propuestas y gobernar.  Pero ¿en qué consiste este "saber"?

Varios estudios han analizado la actividad legislativa de los gobiernos a lo largo de los últimos años y han demostrado que un porcentaje a menudo cercano al 80 % de las leyes no tiene que ver ni con el programa político que ha llevado tal o cual partido al gobierno a través de unas elecciones, ni con un supuesto "bien común". Se trata más bien de la materialización legislativa de concretos intereses de actores económicos y/o sociales, bien organizados para ejercer presión sobre los responsables políticos. Alguien tan poco sospechoso de radicalismo como Paul Krugman, escribía en una columna que sea quien sea el elegido – y sobretodo si es elegido con un programa reformista – al cabo de poca semanas en el poder va a recibir la visita de los "hombres de negro" que le van a explicar cómo funciona aquello. Poco tiempo después, el político en cuestión hará un acto público de contrición afirmando que no puede mantener sus promesas de reforma porque tiene un margen de decisión muy, muy estrecho.

Nuestra sociedad es sin duda muy compleja.  La esfera económica misma, centro de todos los debates, está lejos de ser un campo homogéneo con poderes definidos. Más bien está articulada a nivel mundial a través de una tupida de red de actores cuyos intereses no son siempre coincidentes.  De lo que presumen Macron, Renzi y Clinton, es que ellos saben cómo funcionan estas complejas redes y, por lo tanto, los ciudadanos deben tener confianza en ellos aunque no les entiendan. Así, se está perfilando un "partido", si es que se puede llamar de tal modo, que propone al conjunto de la sociedad no tanto el encarnar los intereses de un grupo mayoritario, sino mediar entre el Estado (del cual, retóricamente, formamos parte todos) y los poderes globales, procurando que los mecanismos del mercado mundial funcionen localmente e intentando limitar los daños.

Esta deriva tiene su fundamento en el hecho que cada vez son más los que quedan fuera de juego. Las mutaciones tecnológicas redujeron sensiblemente el peso de clase obrera – tanto por los cambios en el sistema de producción como por la difusión de la cultura de masas que acabó siendo la única cultura de todas las clases. En consecuencia, los partidos socialistas europeos y el partido demócrata norteamericano, abandonaron todo discurso obrerista y a los obreros también – que en Europa forman ahora el grueso del voto a la ultraderecha. La difusa clase media acabó siendo el eje de todas las políticas – de ahí también la creciente coincidencia entre los programas de centro-izquierda y centro-derecha. Con la crisis que empezó en el 2008 es la propia clase media que está empezando a ser expulsada del sistema de producción. El desarrollo tecnológico, unido a la falta de socialización de sus ventajas, está haciendo desaparecer la clase media. La sociedad tiende a polarizarse entre una mayoría poco cualificada, en situación económica precaria, y una importante minoría que, en cambio, está cualificada, vive la globalización como un ensanchamiento de sus posibilidades y "sabe cómo funciona" el mundo.  La clase media ha sido hasta ahora la referencia natural de los partidos de "centro" y la compleja trama económico-político-social que ha sostenido el desarrollo capitalista de los últimos setenta años ha identificado sus propios intereses con los intereses de esta clase. Ahora asistimos a un progresivo despegue de esta coincidencia. El conglomerado del poder internacional ya no se identifica con los intereses de clase media a la que está laminando a través del desarrollo tecnológico.

Como ya apuntado, todo ello conlleva a  una nueva opción de gobierno que reclama para sí la legitimidad política no tanto por representar los intereses de la mayoría, sino porque presume de mediar de la mejor de las maneras entre los ciudadanos de un Estado y el mercado global. Gracias a una correcta relación entre el mercado (única opción posible) y el Estado,  la sociedad podrá mantenerse en la senda del desarrollo y los efectos nocivos de este último podrán ser amortiguados. Ante esta opción, se yergue el grupo de los enfadados, que no tienen propiamente un programa político alternativo – una parte importante del electorado del movimiento "Cinque stelle", la organización populista de derecha italiana, no quiere siquiera que gobierne el partido que votan -, sino más bien expresan una pura retórica de la irritación. En general ha sido la derecha la que ha sabido hacerse portavoz de ese enfado, aprovechando una de sus raíces históricas – la fascista.

Está claro que empezamos a alejarnos de lo que se ha entendido como democracia en el último siglo. Ni siquiera la clase media tiene ya la posibilidad de apoyar y escoger alternativas, aunque mínimas, en cuanto a la organización del estado y de la sociedad. La forma actual del poder mundial es ahora un dato objetivo, indiscutible. Los gobernantes se deben a sus electores y a ese poder, por partes iguales.  Lo que está en juego, en las elecciones nacionales, es sólo la relación  específica del poder global con un territorio concreto. La forma de organización política que supone tal escala mundial del poder combinada con concretas formas locales de articulación que pueden ser muy diferentes entre sí, tiene un nombre: Imperio. Así es como lo describieron Negri y Hardt en su clásico libro. El Imperio es capaz de organizar pronunciadas diferencias e incluso regímenes políticos diferentes,  siempre que queden asegurados márgenes suficientes de beneficios y discrecionalidad.

Es en buena medida cierto que la nueva hornada de gobernantes – los Macron y los Renzi –conocen los mecanismos del poder mundial y de sus articulaciones locales. También su oferta de una buena mediación con esos poderes puede ser sincera. En la antigüedad, Atenas siguió teniendo un gobierno democrático hasta mucho tiempo después de ser conquistada por Roma. A Roma no le importaba la forma del gobierno, con tal que los objetivos imperiales se cumplieran.  Es obvio, sin embargo, que la plenitud de nuestros derechos ciudadanos está desapareciendo. Los gobernantes que elegimos ya no se deben sólo a nosotros: se deben también al poder mundial. A menudo han hecho sus carreras en ese ámbito, como Macron mismo, y presumen de ello. Los ciudadanos ya no nos podemos pensar como hombres y mujeres libres, responsables de un contrato social que construye la sociedad en la que vivimos. Como aludimos antes, no es la primera vez que esto sucede en la historia del mundo: en tiempos pasados hubo formaciones imperiales no sólo en Europa, sino en China, en India y en América. Nuestros antepasados más rebeldes ya tuvieron que intentar pensar como desarrollar relaciones sociales y subjetividad en tal contexto. La respuesta fue, en general, abogar por un "exilio interior". Podía tratarse de cuidar el "jardín" retirado donde acoger a los amigos, como quiso Epicuro o alejarse "por el momento/ del mundo de los hombres", como escribió Li Po. También fueron épocas de motines sin proyecto. Quizá ésta es la situación a la que se refiere Jacques Rancière cuando afirma que lo político puede desaparecer.

Me gustaría pensar que no es todavía el tiempo de esos exilios interiores y que lo político es aún posible. En Europa del sur sobretodo, han aparecido propuestas que intentan responder a esta transformación política. Podemos, Syriza, la France Insoumise tienen ante sí un largo camino para que su alternativa pueda ser realmente viable - y no acabe, como en Grecia, en un golpe de estado blando. Aún en el caso de hacerse con un poder local, hará falta alguna forma de articulación global que les permita sobrevivir y disputar el predominio al poder mundial. De otro modo, la diferencia de escala entre el poder del Imperio y la resistencia local no dejará duda alguna sobre el resultado de la lucha.

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