Dominio público

Rebelión, prisión y otros ones

Juan Antonio Lascuraín

Catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid

Juan Antonio Lascuraín
Catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid

Desde Aristóteles identificamos la justicia con la mesura. Y la subrayamos si de lo que se trata es de impartir justicia penal en el Estado democrático. Como la prisión nos resulta harto antipática en nuestro sistema de libertades, tratamos de administrarla con el máximo celo posible: tratamos de enviar a los ciudadanos a la cárcel solo cuando sea imprescindible y en la medida de lo imprescindible para mantener nuestro modelo de convivencia en libertad. El celo se torna rigurosa excepción si lo que nos planteamos es el encierro de un inocente, que no otra cosa es la prisión provisional. Tendremos que cargarnos de muy buenas razones para compensar una decisión tan invasiva de la libertad y de la presunción de inocencia.

Lo anterior viene a cuento, claro, de la situación de prisión preventiva de los ocho exconsejeros de la Generalidad de Cataluña. Que, en primer lugar, se les acuse de rebelión parece una exageración, pues la rebelión es un alzamiento violento: lo de Tejero, vamos. Una exageración, por cierto, poco propia del Ministerio Fiscal, que es la institución que tiene por misión constitucional "promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público", y procurar ante los tribunales "la satisfacción del interés social" (art. 124 CE). Y una exageración contraproducente e innecesaria. Contraproducente, porque la justicia penal excesiva no es más justicia sino menos; no protege más, sino que deslegitima y protege menos. E innecesaria para evitar la impunidad de conductas gravemente atentatorias de la Constitución, a la vista de que lo que sí se puede y se debe indagar y discutir calma y judicialmente es si lo que pasó el uno de octubre en Cataluña no fue sino un vasto alzamiento público y tumultuario para, "por la fuerza o fuera de las vías legales" (art. 544 del Código Penal), impedir que se impidiera la celebración de un referéndum declarado ilegal nada menos que por el Tribunal Constitucional: por el órgano al que encargamos la protección de las esencias de nuestro sistema democrático. Si tal es lo que pasó se trataría de una sedición, y si la alentaron personas constituidas en autoridad y no cupiera lenitivo alguno por el ejercicio de libertades participativas, o por pretenderlo, se les impondría a estas una pena de entre diez y quince años de prisión.

Ciertamente que una imputación por sedición podría dar paso a una decisión de prisión provisional. Pero esta solo debería ser adoptada, y el Tribunal Constitucional tiene cansados los dedos de teclearlo desde 1995 (desde la STC 128/1995), si se fundamenta sólidamente en un riesgo concreto y relevante de fuga, o de destrucción de pruebas, o de reiteración del delito, y si ese riesgo no puede ser controlado de un modo menos contundente que la privación de libertad de ciudadanos con un estatus jurídico de inocencia. No sé si tales riesgos concurren en uno, en varios o en los ocho exconsejeros, pero sí que lo que se alega para sustentarlos no resulta convincente, comenzando por su falta de individualización – por ejemplo, suele constituir un argumento de arraigo el tener hijos menores de edad -, como si se tratara de un solo sujeto, una especie de hidra de ocho cabezas. En lo que seguro que no se diferencian estas cabezas es en su perplejidad ante la consideración judicial de que se infería un riesgo relevante de fuga a pesar del ejercicio real de no fuga que suponía su propia comparecencia, frente a la decisión tomada por su exjefe y sus otros cinco excompañeros. Remedando a Groucho ("¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?"), parece que la juez antepuso sus prejuicios a lo que veían sus ojos.

Es verdad que es muy elevada la pena amenazante por sedición y que los presuntos no sediciosos – los presuntos inocentes a los que se imputa un delito de sedición – son personas acomodadas. Pero ni una cosa, ni la otra, ni las dos juntas, son suficientes sin más para sustentar el riesgo de fuga, como también ha dicho con sabiduría el Tribunal Constitucional. ¿O puede acaso la prisión provisional ser una especie de pena objetiva anticipada por delitos aún no probados si estos son graves o posiblemente cometidos por ricos?

No me olvido de que el auto invoca también, en ocho breves líneas, el riesgo de reiteración delictiva, que es el riesgo que en general más reparos suscita en cuanto justificante de una decisión de prisión provisional. Y es que aquí la institución funciona como una medida de seguridad predelictiva, tan querida históricamente por los sistemas autoritarios en sus leyes de peligrosidad social: "no has hecho nada malo, pero te encierro porque me parece que vas a delinquir". Claro que habrá de acordarse la prisión ante el probable maltratador amenazante o ante el probable violador agresivo, pero no sé si es lo más sensato entender que antiguas autoridades, a las que se atribuye que abusaron de su poder para impulsar una determinada sedición, van seguramente a promover otras, nuevas, sediciones, ahora que han sido precisamente privadas de tal poder.

En fin: ahora y siempre, pero especialmente ahora que ante una grave crisis política nos llamamos todos al comedimiento, hemos de exigir al Estado Juez tal contención, pues es precisamente la mesura lo que ha de caracterizar su actuación. La mesura y no la grandilocuencia de palabras injustificadas que resuenan como amenazantes aumentativos, como la provisional prisión y la rebelión.

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