Dominio público

Excrementos de burro, barro cocido, y cúpulas de oro

Javier López Astilleros

Historiador

Javier López Astilleros
Historiador

Es posible encontrar rascacielos de barro en el Yemen. O entre las finas arenas del Sahara. Son estructuras hechas de un material abundante y pobre. Simultáneamente podemos hallar, a escasos kilómetros, fastuosos edificio en maderas nobles y piedra. Es así como convive el arte povera con el lujo propio del poder político.

El califa Abderrahman III recibió a los embajadores francos sentado en el suelo, vestido como un pordiosero, mientras que sus chambelanes esperaban aposentados con brocados de oro, según cuenta doscientos años después de este encuentro Muhyidin Ibn Arabi.

Las expresiones sociales son evanescentes. Las alianzas políticas se componen y descomponen con celeridad. Y no es hipocresía, excusa típica de orientalistas para denostar lo ajeno, sino una forma de organicismo social.

Por eso es fácil encontrar excrementos de burros en las proximidades de la antaño más prestigiosa universidad del Magreb, mientras miles de vehículos rugen en las avenidas de la ciudad. Porque el medio es el fin. ¿Cómo hacer perdurar lo efímero?. Ahí tienen los yesos de la Alhambra.

En las tierras del Tigris y el Éufrates, ratas como leones rondan mausoleos venerados. Taxis de lujo circulan a 180 km/h en estrechas carreteras de doble sentido. Jóvenes con vaqueros prietos y petos amarillos limpian escenarios de guerra. Proliferan joyerías de gruesos oros apretados en polvorientas tiendas. Mujeres vestidas de negro venden dulces, sentadas a pocos metros de un agujero dejado por un obús de mortero. Todo se mezcla entre el lujo y la cochambre, en una especie de tendencia simultánea a enmascarar lo grosero con los metales más nobles, o tal vez a cubrir lo minúsculo con todo lujo de riquezas.

Durante algún tiempo, el arte gozó de buena reputación en el mundo arabo-islámico. Pero todo eso ha cambiado en las últimas décadas. "En la Universidad de Lahore encontré a una dama inglesa, esposa de un musulmán, que dirigía el departamento de Bellas Artes. Sólo las muchachas están autorizadas a seguir el curso; la escultura está prohibida, la música es clandestina, la pintura es enseñada como un arte de recreación". "Pisoteando el arte, se abjura de la India", escribía Levi Strauss en Tristes trópicos (1955).

La eventualidad viene a través de dinares sobados sobre brillantes bandejas de plata. La actividad económica o social siempre tiene que manifestar su contrario. Pero no se mueven las cúpulas de oro bajo el fulgor del sol.

Todo está dirigido a manifestar la transitoriedad. Así funcionan los grandes consumidores de poder, los bloques políticos. Son como una inmensa ola de descomposición que surge en pueblitos y desemboca en sedes oficiales.

Según Levi Strauss, "el mensaje profético ubicó a estas sociedades en una crisis permanente". Más bien expuso las tensiones con crudeza, en el núcleo del clan y el racismo de las ricas tribus de comerciantes. Y es verdad que es una crisis permanente, porque tiene muy difícil solución, pero habría que añadir que es una incertidumbre universal. No es la propuesta de una sola cosmovisión.

Hay que diferenciarse. A toda costa.

Pisotear esas esculturas lujuriosas que muchos hemos visto en Pasaje a la India, de David Lean. No queremos esculturas, sino la entrañable humanidad sublimada y descompuesta sobre la digna y pulcra loza.

Pero esto no es más que un formidable conflicto producido entre el símbolo y la tradición iconoclasta, un muro de Berlín que hay que derribar.

La identidad no se puede desplegar en la representación simbólica. Es pura contingencia. Y la expresión política y social desemboca directamente en la verticalidad del poder.

En este apego a la transitoriedad, la asociación entre hombres contiene un elemento de celo y salvaguardia, que en ocasiones se confunde con la censura. La coreografía social exige adhesión incondicional, o al menos, silencio condescendiente. La identificación cae sobre el cuerpo social, que proporciona seguridad y certezas. La representación y la interpretación simbólica no tienen su correspondencia en ninguna pintura o relato literario.

En este pavoneo del reino en transición, el hombre como individuo adquiere un valor irrelevante. La mujer se confunde con la naturaleza de la humanidad, destinada a perpetuar los parámetros decididos por el conjunto social. Todo logro individual queda eclipsado por el silencio. Esto es lo que ha producido el encuentro de la otredad con un mundo productor de imágenes.

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