Dominio público

La preocupación por la desigualdad

Miren Etxezarreta

Doctora en economía y economista crítica

Vista general del Centro de Congresos de la ciudad suiza de Davos durante la 50ª reunión anual del Foro Económico Mundial (WEF, en sus siglas en ingés). REUTERS / Denis Balibouse
Vista general del Centro de Congresos de la ciudad suiza de Davos durante la 50ª reunión anual del Foro Económico Mundial (WEF, en sus siglas en ingés). REUTERS / Denis Balibouse

Desde hace algunos meses, quizá incluso algunos años, se percibe entre los altos dirigentes económicos  y muchos autores convencionales  una preocupación explicita por el tema de la desigualdad.  Parece que han descubierto ahora que el sistema económico y social en el que vivimos engendra una fuerte desigualdad entre las diversas personas y grupos sociales que componen las sociedades modernas. En Europa, es el economista francés T. Piketty con su libro de título provocador (El capital en el siglo XXI) publicado en 2013, el más destacado profesional entre los que iniciaron y participan de esta corriente de ‘descubrir’ que el capitalismo genera desigualdad y pobreza, ignorando que muchos autores clásicos en el pasado documentaron perfectamente esta característica estructural del sistema.  Podría decirse que la edad de oro del capitalismo que representaron los años de prosperidad de después de la segunda guerra mundial, los treinta gloriosos, como los denominaron los autores franceses (1945-1975), que supusieron mejoras considerables de los niveles de vida y de los derechos sociales de los trabajadores en los países ricos, habían hecho olvidar, con considerable retraso desde luego, las tendencias fundamentales que el sistema de propiedad privada y mercado implican.  Pero el destacado aumento de la desigualdad desde la crisis de 2008 y su percepción por amplias capas de la población que sufren de ella, ha llevado a que se haya convertido en un tema repetitivo no sólo entre las organizaciones de carácter social, sino en los informes producidos por las más importantes  instituciones internacionales (OCDE, FMI). Tanto que el FMI ha abierto la mano con sus criticadas recetas de austeridad y ajuste y ha bendecido un aumento del gasto social. "Es importante reconocer que el gasto social está bien dirigido, que es importante que los más vulnerables estén protegidos", admitía la economista jefe del FMI, Gita Gopinath. Incluso en la reciente reunión de Davos (enero 2020), que agrupa a los capitales y capitalistas más poderosos del mundo, la desigualdad ha sido establecida como uno de los aspectos fundamentales a tratar.

Dicen que se preocupan porque la desigualdad plantea riesgos para el crecimiento económico duradero. "El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha presentado este lunes un informe en el que advierte de que el aumento de la brecha social en un país supone un freno para el crecimiento económico, en línea con lo planteado por la OCDE el pasado mes de mayo. La desigualdad merma expectativas y desincentiva la formación y la productividad". (El País. Amanda Marx. 15.6.2015)

Seguro que es así y es una razón de peso, aunque son ellos quienes la han estimulado siempre y en las últimas décadas no han dudado en exigir la austeridad, es decir, el aumento en la desigualdad, a todas las sociedades como receta para la estabilidad y la prosperidad. ¿Qué ha cambiado ahora?

Podría sorprender esta ‘conversión’ de los poderosos, sino fuera porque ellos son muy conscientes que una desigualdad extrema y creciente en sociedades que aumentan sustancialmente  su capacidad de producir riqueza conlleva un importante peligro de explosión social: "Las protestas sociales registradas en los últimos meses en lugares tan dispares como Hong Kong, Chile, Irán o Líbano se han convertido en una llamada de atención para las autoridades. Pese a que cada una de ellas tiene su propia naturaleza, el aumento de las desigualdad y la exigencia de mayor inclusividad son un nexo común" (Alicia Gonzalez. El País. 26.1.2020). Aquí sólo se mencionan algunas implosiones recientes, pero son muchas más las instancias de rebeldía e inestabilidad frente a una situación de desigualdad creciente. La preocupación por el aumento del  ‘populismo’, el crecimiento y auge de la extrema derecha en muchos países centrales, las amplias y duraderas manifestaciones de protesta y los conflictos  en muchos países de las diversas periferias, no pueden dejar de constituir relevantes elementos de atención para quienes dirigen el mundo en favor de sus intereses. La desigualdad puede conllevar una disminución para el crecimiento económico, cierto, pero sobre todo, es peligrosa para la estabilidad social.

Lo que sí es más sorprendente son las causas que se aducen para esta desigualdad: desde la moderna tecnología en la era de la globalización, la falta de aprovechamiento de las oportunidades que brinda la misma, que los capitales disfrutan de una tasa de beneficio superior a la riqueza que llega a los salarios,  deficientes políticas públicas  (empiezan a admitir que las políticas de austeridad que han exigido -reducción de los déficits presupuestarios mediante recortes del gasto, liberalización de los mercados laborales,  eliminación de las barreras a la circulación transfronteriza del capital, favorecer la fiscalidad a los beneficios),el envejecimiento de la población, la escasa natalidad, etc. etc. Todas ellas razones reales pero mucho más consecuencias parciales  de la dinámica profunda del sistema económico que domina el mundo actual.

No quieren ni siquiera mencionar, mucho menos admitir, que es la esencia del sistema económico capitalista el que motiva esta desigualdad. Y que su evolución conduce inexorablemente a aumentarla y profundizarla. Que las enormes masas de riqueza concentradas en cada vez menos empresas, y cada vez en menos propietarios de las mismas, generan asombrosas desigualdades para grandísimos núcleos de población que cada vez están más lejos de poder disfrutar de una parte mínima de la asombrosa riqueza producida, no es más que el producto inevitable del sistema de relaciones sociales que rige el mundo. Más todavía porque en las últimas décadas han logrado disminuir fuertemente el exiguo papel que cubrían las administraciones públicas para no arrastrar demasiado lejos estas diferencias. Incluso, paradójicamente, a menudo arremeten agresivamente con las medidas que estas toman para paliar las consecuencias más amargas de la desigualdad: salario mínimo, mejoras en los servicios sociales, cambios fiscales, etc. Como señalaba el día pasado una comentarista sobre Davos "no quieren aceptar que son ellos los que constituyen el problema".

Porque los grandes capitalistas saben bien cuál es la causa de la desigualdad. Pero pretenden paliarla para que sea manejable ‘’cambiando algunas cosas sin que nada cambie’. Por ello, ahora no queda más remedio que intentar reformar los problemas más crueles y peligrosos que causa y seguirá causando el capitalismo, sin señalar que es su mera existencia, las reglas de su dinámica  y el poder que utilizan para obviar cualquier tipo de límites sociales que se puedan oponer al mismo, sino adscribiendo la desigualdad a consecuencias secundarias del fundamento del sistema.

Un mal diagnóstico difícilmente conduce a curar la enfermedad. Señalar que el remedio a la desigualdad exige la desaparición del capitalismo no entra ni remotamente en las altas instancias, económicas y políticas que dicen preocuparse por la desigualdad. Si, junto a sus nuevos discursos, establecen algunas políticas más humanas, es posible que puedan paliar un poco, sólo un poco, las expresiones más duras de la misma, pero en el capitalismo la desigualdad entre países, entre clases sociales, entre personas, seguirá rigiendo nuestras sociedades.

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