Dominio público

España no come pasteles

Ana Pardo de Vera

Dos mayores ven, en su domicilio de la localidad barcelonesa de Santa Margarita de Montbuy, el discurso extraordinario del rey Felipe VI, en un mensaje por televisión dirigido a los españoles en relación con la crisis del coronavirus. EFE/Susanna Sáez
Dos mayores ven, en su domicilio de la localidad barcelonesa de Santa Margarita de Montbuy, el discurso extraordinario del rey Felipe VI, en un mensaje por televisión dirigido a los españoles en relación con la crisis del coronavirus. EFE/Susanna Sáez

La anécdota es de sobra conocida y, aunque de procedencia no confirmada, refleja como pocas la distancia entre una institución (la más alta del Estado), y los ciudadanos, súbditos del rey o la reina. La princesa austriaca María Antonieta, una adolescente (15 años) cuando se casó con el Luis XVI, futuro rey de Francia, vivió a finales del siglo XVIII y ya como reina la miseria que arrasaba a su país encerrada en sus lujosos palacios, Versalles o Tullerías, y con todos los privilegios propios de su corona, ajena completamente a lo que se preparaba fuera de esos muros anti-pobreza, nada menos que el detonante de la Revolución Francesa.

Cuando María Antonieta, una reina maldita para los franceses, preguntó a su corte qué le pasaba al pueblo, que protestaba tanto y con tanta violencia, un asesor le dijo: "Majestad, el pueblo no tiene pan", a lo que la reina contestó sorprendida: "¡Pues que coman pasteles!".

El final de María Antonieta y su bonita cabeza es de sobra conocido, es Historia y es el único punto que no admite comparación alguna con la situación actual, donde, por suerte para todos, en ese sentido, España sí es una democracia de los pies a la cabeza frente a EEUU o Japón, que, tan avanzados ellos, siguen ejecutando a sus presos con la pena de muerte.

No, aquí nadie quiere la ejecución ni para el más malvado de los delincuentes. Solo queremos justicia y rendición de cuentas a una institución que se ha pasado por el arco del triunfo y ha traicionado de la forma más ruin y miserable la confianza que puso en ella (más allá del vasallaje de los/as chupópteros que vivían impunemente a su costa y a costa también de su permanencia como Jefatura de Estado) un pueblo atormentado durante 40 años por una dictadura tenebrosa, asesina y genocida.

Y ahora, cuando solo ha asomado la punta del iceberg de lo que saldrá, tarde o temprano, sobre los negocios turbios, comisiones, regalos a amantes, estafas a los españoles, connivencia con dictaduras sanguinarias, etc. etc. de Juan Carlos I. Ahora, pretende el hijo de este Borbón caradura (sucesor del tal porque su madre reina lo parió) que le otorguemos la autoridad de jefe de Estado en su discurso tardío y en contra de su voluntad, como ya hemos sabido, por la catástrofe sanitaria del coronavirus.

Felipe VI, de pie, cordial y gesticulando mucho más de lo habitual, seguramente, para tratar de atraerse nuestra cercanía, ha apelado a la "solidaridad" y la "generosidad" del pueblo español; ha aplaudido a los sanitarios y hablado en primera persona del plural de los esfuerzos que nos quedan por hacer a los/as ciudadanos. Como si nosotros creyéramos que él es uno más; como si su mujer, sus hijas, su familia... su padre, fuesen ciudadanos como el común encerrado. "Todos debemos contribuir", ha dicho, sin especificar en qué consistirá su responsabilidad para acallar los gritos del pueblo que piden su ‘pan’ contra esta crisis que desborda ya lo sanitario.

En una cosa sí le doy la razón hoy al rey: la nuestra es "una sociedad que se pone en pie ante cualquier adversidad". Y cuando salgamos de ésta, que saldremos, España tendrá clara unas prioridades que no incluyen ‘pasteles’, sino valores republicanos: la justicia social, la primera. Un pueblo que ha confiado tanto en su rey emérito que acuñó incluso el término juancarlismo para demostrarle su aprecio y simpatía, aun en la fe republicana, no debe sostener este bochorno internacional ni un minuto más. Se llama respeto a uno mismo y a España debería sobrarle autoestima.

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