Dominio público

Covid-19. Conocer el pasado, pensar otro futuro posible

Óscar J. Martín García

Historiador e investigador Ramón Caja en el Departamento de Historia, Teorías y Geografía Políticas de la Universidad Complutense.

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La inesperada irrupción del coronavirus ha empujado a la historia a la primera plana del debate público. El New Deal, la II Guerra Mundial, el Plan Marshall, la Revolución Portuguesa o los Pactos de la Moncloa son algunos de los referentes históricos últimamente invocados por líderes políticos, analistas y columnistas. Unos y otros echan la vista atrás con la esperanza de comprender un presente inédito y atisbar un horizonte lleno de incertidumbres. En tiempos confusos como los actuales, conocer el pasado se convierte en un potente instrumento para pensar el ahora e imaginar el futuro. Pero si algo nos enseña la historia es que desastres como el Covid-19 pueden abrir la puerta a un porvenir más justo o empujarnos por el oscuro camino de la barbarie. Como dice la historiadora Rebecca Solnit, el destino de las grandes crisis no está esculpido en piedra. Es el resultado del conflicto ideológico y social que emerge cuando aquello que era estable comienza a desmoronarse, dando lugar a coyunturas fluidas en las que todo (lo mejor, lo peor o una combinación de ambos) es posible.

Miremos al pasado. A veces, en medio de la devastación despuntan otros mundos alternativos. El periodista Peter Baker subraya que del sufrimiento de las grandes tragedias brotan oportunidades para nuevas conquistas insospechadas. Recordemos la Gran Depresión económica que en los años treinta llevó a la economía estadounidense al punto más bajo de su historia. El imparable ascenso del paro produjo hambre y miseria en proporciones nunca vistas en el país del sueño americano. Pero a pesar de tamañas vicisitudes, aquellos más golpeados por la pobreza consiguieron unirse para, como cuenta el historiador Danny Lucia "luchar por algo que en ese momento parecía totalmente irreal": protección social, seguro de desempleo, aumentos salariales, derechos sindicales, vivienda y trabajo.

Y lo consiguieron. La movilización de comités de desempleados y sindicatos, las redes de ayuda mutua, las huelgas de alquileres, la acción directa contra los desahucios y las "marchas del hambre" crearon las condiciones políticas para el New Deal del presidente Franklin D. Roosevelt. Este programa impulsó obras públicas que emplearon a miles de parados, redujo la jornada laboral, instauró un sistema fiscal progresivo, aprobó una ley de Seguridad Social, implantó el seguro nacional de desempleo y reconoció los derechos de sindicalización. Ciertamente, este experimento de capitalismo social no acabó con la explotación de clase. Pero aun así consiguió, como apunta Eric Rauchway, un "remarcable éxito histórico"  al evidenciar los excesos del laissez-faire y la necesidad de que el Estado velase por la seguridad económica de sus ciudadanos. En este sentido el New Deal provocó un importante giro en la economía política estadounidense, que tuvo efectos en los países europeos y preparó el terreno para la posterior aparición de los Estados del bienestar.

Historiadores y científicos sociales utilizan conceptos como los de "post-disaster utopia" o "democracy of distress" para referirse a esas experiencias de lucha, cooperación y dignidad que prefiguran, bajo el peor de los escenarios, un futuro de esperanza. Desde esta perspectiva, se hacen más visibles los hilos que conectan tragedias como la II Guerra Mundial con los sueños igualitarios de la Resistencia antifascista, el constitucionalismo social de postguerra y las nacionalizaciones en un Reino Unido devastado por la contienda. Otra guerra especialmente sangrienta, la librada por el imperio portugués en sus territorios africanos en los años sesenta, provocó descontento, agitación y, finalmente, el levantamiento militar que acabó con la dictadura y abrió la espita para la Revolución de los Claveles, la última revolución socialista en el mundo occidental.

Pero no siempre los efectos emancipadores de las grandes crisis son fenómenos inmediatos, directos y exentos de contradicciones. En España, la debacle financiera de 2008 fue seguida de drásticos recortes y un doloroso aumento de la desigualdad. Pero del sufrimiento provocado por aquella austeridad suicida también brotó la mayor movilización social en este país desde la muerte de Franco. El 15M se opuso con fuerza al dogma neoliberal, defendió los servicios públicos y agitó los pilares del anquilosado sistema político de la Constitución de 1978. En su constelación de movimientos y asambleas se tejieron un sinfín de redes de apoyo (cooperativas agroecológicas, bancos del tiempo, monedas locales, colectivos de autoempleo), creando un valioso capital social que hoy en día está siendo muy útil, como apunta Ismael Blanco, para movilizar la solidaridad frente al Covid-19.

En su libro Un paraíso construido en el infierno, Rebecca Solnit analiza diversas catástrofes – como el terremoto de San Francisco (1906), el ataque sobre las Torres Gemelas y el huracán Katrina (2005), entre otras- para llegar a una estimulante conclusión: los desastres pueden ser el germen de un orden social diferente. La crisis provocada por el coronavirus también ofrece señales alentadoras en esa dirección. En las últimas semanas han florecido multitud de alternativas de ayuda mutua, grupos de cuidados, iniciativas auto-gestionadas,  redes de activistas 3D (los "coronamakers") y plataformas online (Frena La Curva, Hackovid, Decidim), que plantean – desde abajo y a través de la participación ciudadana- una respuesta colectiva y solidaria a los problemas económicos, sociales y culturales provocados por la pandemia.

Iniciativas similares se han multiplicado en otros muchos países, ¿Pero estos destellos de fraternidad nos permiten entrever la eclosión de un mundo más justo y sostenible? Cualquier respuesta a esta pregunta tendrá que tener en cuenta  que, como recuerda el historiador y filósofo Yuval Harari, estos no son tiempos normales. Cuando la historia se acelera, los pilares del status quo se tambalean y surgen posibilidades poco antes impensables. En el mundo pre-Covid-19 casi nadie hubiese podido imaginar que en unos pocos días el gobierno irlandés nacionalizaría los hospitales, que países como Canadá, España o Alemania establecerían programas de renta mínima o que, como señala el historiador económico Adam Tooze, los principales bancos centrales impulsarían medidas expansivas sin precedentes, que un mes antes "hubiesen sido desechadas como algo completamente imposible". Pareciera como si, casi de repente, la pandemia hubiese convertido la defensa del bien común en el nuevo sentido común.

Las crisis son momentos de cambio profundo, cuya dirección depende del reservorio de ideas disponibles y preparadas para convertirse en políticas públicas. Así lo entendieron en los años sesenta Milton Friedman y sus colaboradores, con sus recetas ultraliberales bien afinadas y a punto para cuando la ocasión surgiese. La crisis del petróleo de 1973 fue la oportunidad largamente esperada por los Chicago Boys para imponer su fe ciega en el mercado. Pero, paradojas de la vida, otra crisis, la del Covid-19, parece abrir una "ventana de oportunidad" para que un nuevo paradigma económico asalte la hegemonía neoliberal. Según Ramón González Férriz, desde hace más de un lustro la batalla ideológica sobre la economía ha estado dominada por la izquierda. En los últimos años, diversos think tanks, blogs, organizaciones, conferencias y publicaciones han construido una alternativa económica basada en la democratización, descentralización y distribución del poder económico. Dicha alternativa puede encontrar en la actual pandemia su "momento leninista" para hacer que lo que parecía imposible se convierta en políticamente inevitable.

No obstante, conviene no subestimar la capacidad del poder económico. En su libro Never let a serious crisis go to waste, el historiador Philip Mirowsky cuenta cómo en 2008 los grandes banqueros y la derecha neoliberal salieron victoriosos de la devastadora crisis que ellos mismos habían provocado. Las elites no sólo resisten ante las embestidas del destino, también intentan sacar tajada de ellas. Como apunta Naomi Klein en su conocida obra sobre la doctrina del shock, los poderosos aprovechan los momentos de "trauma colectivo para llevar a cabo una radical ingeniería social y económica" que favorezca sus intereses. El "capitalismo de desastre" ve en toda guerra, crisis económica o catástrofe natural una oportunidad para hacer negocio asaltando los sistemas públicos de protección, sanidad y educación. Los momentos de pánico son  la ocasión perfecta para apretar los tornillos a poblaciones traumatizadas, como ocurrió en Chile tras el violento golpe de Estado de Pinochet en 1973, en Iraq después de la invasión estadounidense de 2003 o en Europa del sur durante la crisis de 2008-2016.

Estos y otros ejemplos demuestran que las grandes debacles también pueden menoscabar los sistemas democráticos y pronunciar las injusticias ya existentes. La actual crisis no es una excepción. El historiador de la medicina Alexander R. White señala que, al igual que en otras pandemias pasadas, el Covid-19 ha dado lugar a un aumento de los casos de xenofobia y discriminación. En las últimas semanas se han producido cientos de ataques racistas atizados por los apóstoles de la extrema derecha populista para reforzar sus regresivas políticas contra la inmigración. Todo ello empaquetado en un discurso chovinista, que hace hincapié en el repliegue nacionalista y estigmatiza a los enemigos de la patria, bien sean las feministas en España, los indígenas en Bolivia o los musulmanes en la India. Además, diversos analistas han avisado de los peligros de la utilización de tecnologías cada vez más sofisticadas para vigilar de manera masiva y biométrica a la población durante la pandemia. Dicho de otro modo, no sólo nos enfrentamos a un peligroso virus, sino también a una amenaza contra la privacidad, los derechos individuales y las garantías democráticas

En definitiva, esta crisis es el parteaguas que abre un nuevo periodo histórico, cuyo libreto no está escrito de antemano. Posiblemente nos aguarde un futuro lleno de incógnitas y amenazas, pero también de conflictos con un horizonte abierto por decidir (en los que se pueden obtener algunas valiosas victorias). La historia no se repite. Como dice Peter Baker, cada catástrofe es diferente, pero todas tienen algo en común. En su devenir incuban tanto las energías de la emancipación como las amenazas de la oscuridad. Ambas posibilidades coexisten, como las dos caras de un proceso aún incierto, cuyo resultado se decidirá en el terreno de la pugna política y social. ¿Luchamos?

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