Dominio público

¿Aumentar el salario mínimo? Por supuesto

Fernando Luengo

Economista

Víctor Prieto

Politólogo

Todos a una contra la subida del salario mínimo (muy moderada, por cierto) anunciada por el gobierno de coalición. Esta es la consigna del establishment económico, político y mediático. Es raro el día en que no encontramos un editorial (hace poco el diario El País nos regalaba uno), un documento, una declaración o una mesa de tertulian@s donde se previene sobre las adversas consecuencias que tendría esa medida.

Con los más diversos argumentos, que podemos resumir en tres. En primer lugar, dicha subida es inoportuna, no es el momento, cuando aún no hemos superado la pandemia ni las consecuencias devastadoras de la crisis económica y social, cuando hay que concentrar todos los esfuerzos en la salida de la misma; en segundo lugar, de producirse dicha subida ahora, contribuiría a deteriorar aún más la crítica situación de las empresas, sobre todo de las de pequeñas y medianas dimensiones (pymes), particularmente golpeadas por la recesión; en tercer lugar, también perjudicaría a los trabajadores en situación más precaria cuyas retribuciones compiten con el salario mínimo, de modo que sus empleos se verían amenazados o directamente no serían contratados ante la subida de los costes laborales.

¡Atención a las razones puestas sobre la mesa, que pretenden reivindicar un sentido común evidente e incuestionable, pero que, en nuestra opinión, de ninguna manera pueden ser aceptadas!

Es evidente que en estos meses el escenario ha cambiado de manera sustancial, vivimos en una situación de emergencia, que, muy posiblemente, se prolongará en el tiempo. Desde luego, ese escenario nada tiene que ver con el que existía cuando las fuerzas políticas que integran el gobierno (Partido Socialista Obrero Español y Unidas Podemos) y las que le prestaron su apoyo acordaron el programa que aplicarían a lo largo de la legislatura.

Llegados a este punto queremos llamar la atención sobre algo obvio, que casi siempre queda diluido en medio de la confrontación política y de los dictados de la coyuntura: los programas electorales y de gobierno se diseñan para ser cumplidos, son un contrato con la ciudadanía que obliga a los partidos que los presentan, mucho más si alcanzan posiciones de poder para aplicarlos, y mucho más todavía si se reclaman de izquierdas. Dar gato por liebre a los votantes se ha convertido en un hábito que practica buena parte de la clase política, un verdadero cáncer que lanza un mensaje muy peligroso, del que sobre todo sacan rédito las derechas, cínicas y tramposas por naturaleza: todos los políticos son iguales, todos mienten.

`[Pero lo que nos parece más importante es que precisamente ahora, ante una crisis que está suponiendo un dramático e histórico crecimiento de la inequidad, son más necesarias que nunca las políticas redistributivas, entre las cuales está, justamente, el aumento del salario mínimo. Téngase en cuenta al respecto que una de las causas del formidable aumento de la desigualdad se encuentra en que los trabajadores en situación más precaria son los que peor lo están pasando, bien porque han perdido su empleo, bien porque han visto como su salario se reducía sustancialmente. Y no nos referimos solo a las pymes. Los "ajustes" salariales también son moneda común entre los grandes establecimientos.

Hay que señalar, por otro lado, que, como han puesto de manifiesto numerosos trabajos teóricos y empíricos, no es cierto que la existencia de un salario mínimo y su fijación en un nivel decente perjudique la creación de empleo. Este planteamiento encaja en la visión más rancia del pensamiento económico conservador, que, desgraciadamente, todavía impregna la enseñanza de la economía en las universidades y la agenda de gobiernos e instituciones. Según la misma, presionar a la baja los salarios -también el salario mínimo- es la mejor política ocupacional, pues reduce los costes, recompone los márgenes empresariales, estimula la inversión y mejora la productividad.

Lo cierto, sin embargo, es que esta política, además de ser responsable de provocar un continuo aumento de la inequidad, sin haber alcanzado las metas propuestas en materia de inversión y productividad, ha generado empleo insuficiente, situando una parte creciente del mismo cerca o por debajo de los niveles de la pobreza. Presionar sobre los salarios, aunque a corto plazo pueda tener un efecto positivo sobre las empresas que se benefician de la reducción de los costes operativos, es muy perjudicial para el funcionamiento de la economía en su conjunto. No sólo porque debilita la demanda, sino también, y esta es una circunstancia muy importante sobre la que no debemos pasar por alto, porque genera un modelo de negocio profundamente conservador y depredador. Por el contrario, el mantenimiento y mejora de la capacidad adquisitiva de los trabajadores y, en concreto, la existencia y fortalecimiento del salario mínimo es la piedra angular de una política destinada a la creación de empleo, al estimular la demanda y la inversión de las empresas. Alimenta, además, una cultura empresarial innovadora, sustentada en la negociación colectiva y en el respeto de los derechos humanos y laborales.

Centrar el debate en los efectos supuestamente perturbadores de un moderado aumento del salario mínimo nos parece, además de erróneo, inmoral. Si se quiere reflexionar sobre la configuración y orientación de la política de rentas, hay que hablar, por decencia y por coherencia, de las enormes retribuciones de los ejecutivos y directivos de las corporaciones, los cuales se embolsan enormes cantidades de dinero, varios cientos de veces superiores al salario medio de los trabajadores de sus empresas y a años luz del salario mínimo, convirtiéndose en uno de los principales factores de descapitalización y de la mala gestión de las empresas. Y, claro está, también hay que situar en el debate las rentas no salariales, los dividendos recibidos por los accionistas, las rentas de naturaleza financiera y las derivadas de la acumulación de grandes patrimonios.

Todo esto queda fuera de foco, no interesa. Ni se habla, ni, lo más importante, se actúa sobre este tipo de rentas y sobre los grupos que las reciben. Si nos tomamos en serio, si no es un simple juego retórico, que la crisis abre una oportunidad para las clases populares, es crucial situar en el centro de la agenda pública y política este debate. Diseñar y aplicar una ambiciosa política de rentas, que, para que sea merecedora de este nombre, está obligada a reducir los privilegios de las elites. Esto es lo que esperaríamos de un gobierno de izquierdas.

La crisis sanitaria se nos presenta a menudo como un sustancial cambio de rumbo respecto a las políticas aplicadas tras la crisis económica de 2008. Pero ese cambio, que trae consigo un fuerte incremento del gasto público, según el Plan de Recuperación del Gobierno, para sostener y transformar el tejido productivo, ha de implicar la salvaguarda y consolidación del poder adquisitivo de los trabajadores. Y para ello es fundamental, entre otras medidas, la actualización del salario mínimo.

Sin esto, la llegada de los fondos europeos a partir de 2021 podría acabar afianzando la tendencia de los últimos años hacia un crecimiento económico y una disminución del desempleo unidos al empobrecimiento de los propios trabajadores y trabajadoras. Está en juego la naturaleza de la anunciada recuperación tras la pandemia. Que el Estado haya recuperado la centralidad de la vida económica debe implicar una serie de condiciones al resto de agentes económicos. No hay excusas.

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