Dominio público

Del Ciudadanos de Schrödinger a gatos a la gresca: el centro es un lugar vacío

Nere Basabe

Profesora de Historia del pensamiento político en la Universidad Autónoma de Madrid

La ciudad amenaza con quedarse sin Ciudadanos. El ya exvicepresidente de la Comunidad de Madrid Ignacio Aguado vagaba esta última semana de plató en plató televisivo ululando sus desdichas: era ya un fantasma político, aunque haya tardado en darse cuenta un poco más que el resto. Desde el momento en que tuvo noticia de su fulminante despido exhibía el rostro del desconcierto de alguien a quien le acaban de robar el caballo bajo sus mismas posaderas, igual que al fundador de su partido, Albert Rivera, le birlaron el vestido de su puesta de largo en aquella primera campaña catalana. Su gesto confuso y sudoroso era por lo demás el mismo que le acompañó durante la breve y convulsa vicepresidencia, cada vez que la presidenta lo desautorizaba públicamente y él se quedaba como en el meme viral de John Travolta. En aquel otro memorable cartel electoral, Rivera al menos se tapaba sus vergüenzas; no ha sido el caso esta vez del postulante que, sumiso como el perro Pecas, se ofrecía a repetir el pacto, ni de los tránsfugas de Murcia, el Senado o la última de las concejalías que hablan de dignidad, ejemplaridad o coherencia, porque la vergüenza (ajena) nos la dejan a quienes sí seguimos siendo sufridos ciudadanos sin mayúscula.

Pero, ¿qué le ocurre al centro político? El filósofo francés Claude Lefort definió la democracia como el régimen político donde el poder es un lugar vacío. A su alrededor, a izquierda y a derecha, bailan los partidos sus ritos ancestrales, con gritos de guerra cada vez más ruidosos. Pero ese centro gravitacional es un punto que sólo existe en la imaginación y, en el caso del albero español, el vacío tiende a convertirse en agujero negro, más inestable que la nitroglicerina. No ha gozado de salud histórica ese centro ideológico pergeñado por Suárez, que una y otra vez engulle el Gargantúa de la derecha, pero en esto Spain tampoco es different: el MoDem, partido francés centrista pilotado por Bayrou y autoproclamado con el oxímoron de "social-liberal", obtuvo en su estreno de 2007 29 diputados, de los cuales 22 no tardaron ni un año en correr a los brazos de Sarkozy, y ahora agoniza de cortesano de Macron. Nuestros Ciudadanos, tan pendientes como estaban de Catalunya, se limitaron a copiar el color naranja de la franquicia sin aprender la lección. Sinónimo ideal de moderación y equilibrio sensible al gris de los matices para unos pocos, justo medio donde Aristóteles situaba la virtud, el centro político significa para la mayoría indeterminación, medias tintas y contradicción, cuando no oportunismo y un no mojarse al pretender nadar y guardar la ropa (precaución que no tomó Albert al empeñarse en el sorpasso por la derecha y así perdió hasta la camisa). La osa Isa zarandea mientras el enclenque madroño para hacerse con sus frutos, porque sabido es que del árbol caído todos hacen leña y en el centro del vacío que es el poder en democracia sólo hay más vacío. El rey siempre estuvo desnudo y ahora sólo quedan gatos a la gresca.

El escritor Eduardo Mendoza ganó en 2010 el premio Planeta con la novela Riña de gatos, ambientada en el Madrid de 1936 justo antes de la catástrofe. Pero la tragedia en España no necesita esperar a repetirse para convertirse en farsa, sainete y picaresca, géneros en los que Mendoza es precisamente maestro. El viajero inglés que protagonizaba su novela asistía atónito y despistado a los enredos de la política española en aquella funesta primavera, "antihéroe llorón y soseras" como el propio Aguado y su partido, convertido en espectador obligado del vaudeville en el que los cargos salen por una puerta y entran por la otra, mientras esconden amantes y promesas de fidelidad en el armario. El esperpento logra así que nos riamos de algo que no debiéramos reírnos, del mismo modo que en otra antigua historia de gatos: en pleno siglo de la Ilustración, allá donde las luces de la razón no alcanzaban a iluminar los rincones más oscuros de París, los obreros de una imprenta se entretuvieron un buen día, tal y como recoge el historiador Robert Darnton en su libro La gran matanza de gatos, perpetrando una tumultuosa carnicería de cuanto felino encontraron en las inmediaciones y tejados, armados con palos de escoba y varillas de las prensas; algunos de los mininos fueron dados caza, sometidos a un carnavalesco juicio sumarísimo y ejecutados en un patíbulo improvisado. No sorprende al lector actual tanto la brutalidad del acto como la festividad con la que lo vivieron sus protagonistas, entre risas y jarana; pero lo mismo pasa ahora en Twitter.

Los madrileños de pro presumen del apodo de "gatos", sobrenombre que refiere a la conquista de Mayrit frente al infiel y a las supuestas habilidades como escalador de murallas de un joven soldado. Y de trepar saben mucho en Ciudadanos: el Albert Rivera que comenzó desnudo dirigirá ahora el nuevo Instituto de Liderazgo y Formación Política en el centro universitario Cardenal Cisneros. Otros han vendido su compromiso por el plato de lentejas de una consejería o un puesto en las listas del PP. El partido es ahora una riña de gatos que puede acabar en matanza, y sus cómicos se han vuelto ridículos. Quien no sabe trepar como gatos o aferrarse al escaño con las uñas, huye a nado como ratas del barco que naufraga. Pero escalando una pared la hostia puede ser importante si calculas mal el salto del tigre murciano, y el peligro de nadar sin haber guardado bien la ropa es quedarte con el culo al aire. Aguado, mientras, se convirtió en aquel tragicómico empleado cesante en tiempos de la Restauración de la también madrileñísima y felina novela de Galdós, Miau, al que un Dios malhablado acaba confesando que jamás recuperará su puesto de servidor público y que lo mejor que podría hacer "es morirse". Ciudadanos es ahora el gato de la paradoja de Schrödinger, cuánticamente vivo y muerto al mismo tiempo: una ecuación demasiado compleja para gentes de letras como Edmundo Bal o Arrimadas. Porque los gatos tendrán siete vidas, pero no parece que vaya a ser la suerte de una chalupa llamada Ciudadanos y que un día aspiró a ocupar un centro que, una y otra vez, se demuestra peligrosamente escorado a la derecha y boyando en el vacío, la irrelevancia, la nadería.

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