Dominio público

Mediaset y el feminismo: la política del espectáculo y el espectáculo de la economía

Nere Basabe

Profesora de Historia del pensamiento político en la Universidad Autónoma de Madrid

Rocío Carrasco en un momento del programa de Telecinco.- MEDIASET
Rocío Carrasco en un momento del programa de Telecinco.- MEDIASET

Mediaset y el feminismo tienen una cosa en común, aunque sólo sea una y nada más que una: ambos llevan décadas afanándose en derribar la invisible frontera entre lo público y lo privado. A partir de ahí, los caminos toman direcciones opuestas y Telecinco, buque insignia de la empresa de comunicación audiovisual fundada por Berlusconi y dirigida ahora por su hijo, es el kamikaze que se salta todas las restricciones a la búsqueda del choque frontal: le compensa, si el entretenimiento con final fatal acaba saltando a los titulares y la política y hace subir el valor de sus acciones.

En lo que parece ser el penúltimo caso en España de "manada" perpetradora de abusos sexuales en cuchipanda ha sido identificado y detenido un concursante de La Isla de las Tentaciones, el hit de esta temporada en Telecinco (al menos hasta que llegó La Verdad de Rocío Carrasco). La productora trató de zanjar la polémica con un comunicado, cuyo tono solemne no compensa las fallas flagrantes de su código deontológico: "La presunta comisión de un delito en su ámbito privado no tienen ningún tipo de vinculación con el programa".

Brindis al sol que no deja de resultar paradójico viniendo de un canal televisivo que vive precisamente de exhibir como espectáculo las vidas privadas, llenando de cámaras lo más íntimo: la casa, el dormitorio, los abusos, las lágrimas. La pasada noche del domingo más de tres millones y medio de ciudadanos se sentaron a contemplar cómo lloraba una mujer.

Si el filósofo neomarxista alemán Jürgen Habermas estudió la construcción histórica de "lo público" en constante dialéctica con el ámbito de "lo privado" hasta su confluencia en la creación liberal de una opinión pública dotada de razón crítica y emancipada del ámbito de gobierno, la filósofa feminista francesa Geneviève Fraisse criticó precisamente a esa sociedad burguesa por la disociación operada entre lo doméstico y lo político, que creaba dos tipos de gobiernos diferenciados (el de la familia y el de la ciudad), expulsando a la mujer del campo de la sociedad civil y confinándola en el espacio doméstico: en casa y con la pata quebrada.

El asunto, no obstante, venía de antiguo, de donde arranca casi todo: el mismísimo Aristóteles ya se había encargado de especificar siglos atrás que la casa, el Oikos, y la Polis, la ciudad, no gozaban del mismo tipo de gobierno. La casa, unidad de producción y reproducción, debía regirse como un gobierno sobre desiguales (el padre de familia ejerciendo su poder sobre criados y esclavos, niños, esposa y animales de carga), mientras que la ciudad, espacio de deliberación, instauraba un gobierno entre iguales: hombres libres y ciudadanos. Y así fue como nacieron para el pensamiento occidental la Economía y la Política en tanto que ámbitos diferenciados.

Contra esa arbitraria línea divisoria entre público y privado que arrancó a los pies de la Acrópolis clamaron en los años 70 las feministas estadounidenses bajo el lema aquel de "Lo personal es político": cuestiones como la gestión de los cuidados, la conciliación, la violencia de género (o, como algunos prefieren todavía hoy, violencia doméstica) merecían también ser objeto de debate público y asunto de gobierno, y así abogaba Fraisse no ya por una "reconciliación" de ambas esferas, sino por la disolución de la frontera que posibilitara al fin la paridad doméstica y la paridad política.

Fue el misógino Jean-Jacques Rousseau, objeto de los ataques de Fraisse, quien reunió por vez primera ambas esferas en su contribución a  L’Encyclopédie, bajo ese gran oxímoron que es la "Economía política": y así, la propiedad privada pasó a ser, pese a su nombre, el eje del debate público de la modernidad, lo que son las cosas.

Por eso aún hoy no hay que probar que te defendiste con fiereza del robo, y sí de la violación o el maltrato: porque creamos un gobierno para que defendiera el derecho a la propiedad de los ciudadanos libres, no para que protegiera a las mujeres de agresiones sexuales. La cultura de la violación no sería así una cultura, sino una economía (en el sentido aristotélico) de la violación, construida sobre la premisa perenne del dominio sobre el otro desigual. ¿Pero hemos dicho economía? ¿Se puede ganar pasta con esto? Cuidado, que entonces ahí viene Mediaset.

No es la primera vez que Telecinco tropieza en esta piedra: maestra en el mundo de los realities, rompió esa cuarta pared (la del tabique que protege la intimidad del hogar de miradas extrañas) con Gran Hermano hace ya 20 años, en aquello que Mercedes Milá calificó como "el experimento sociológico más importante de la historia" y que acabó reducido al espectáculo del edredoning. En la última temporada del programa una concursante, inconsciente tras una fiesta regada de alcohol proporcionado por la productora, sufrió abusos sexuales.

Las cámaras del programa se limitaron a grabar el delito sin intervenir, igual que un cámara de documentales de fauna salvaje que no corre en ayuda de la pequeña cebra coja a punto de ser devorada por el león. Después, la víctima fue sometida al visionado de su propia violación, y aunque el programa trató de cubrir lo sucedido con un fundido en negro (siempre argumentó que "respetaba la intimidad de los afectados", y por eso guardó silencio y se mostró ecuánime, mientras seguía cosechando audiencias), todos acabamos viendo, cómplices sin pretenderlo, aquel rastrero video de su reacción, sus lágrimas ante toda España: show must go on.

Pero qué cabía esperar si la disolución de fronteras entre lo público y lo privado nunca se dio tal y como reclamaban aquellas mujeres de la segunda ola del feminismo, sino a través de las grandes multinacionales audiovisuales:  no fue, una vez más, lo personal lo que accedió a lo político, sino que Mediaset, desde el pingüe negocio de lo privado, irrumpió en la intimidad descarnada para reintroducirla, manipulada, en el espacio público.

Habermas ya había predicho que el Estado liberal, al transformarse en Estado democrático y sociedad de masas alienadas, mudaría aquel público crítico en público consumidor, quedando la opinión (la prensa, los medios audiovisuales) en manos de dos o tres particulares capaces de controlar a partir de ahí los términos del debate público y, de paso, forrarse en el intento.

El ágora, aquel antiguo foro público, es ahora una sociedad de pantallas, en las que se exhiben sin rubor las querellas familiares por la herencia de un torero, las desavenencias de un matrimonio y el rastro de sangre seca que dejó en el camino, la disputa por la custodia de los hijos que salta de las salas de los juzgados a los platós del prime time en forma de exclusiva, de la televisión a las redes sociales de los representantes políticos y las portadas de los diarios, para aterrizar al fin en nuestro salón y copar nuestras discusiones de sobremesa.

Y qué más da, si en el Congreso se grita ya más y con descalificativos más gruesos que en las distintas versiones del Sálvame, si las peleas intrapartidistas acaparan la agenda política siguiendo el exitoso modelo que lleva años implementando Telecinco, donde los mismos contenidos de un programa retroalimentan una y otra vez a los restantes, como en una emisión sin interrupciones (pero interrumpida, eso sí, por horas de anuncios publicitarios).

Las defensas de la ciudad amurallada que no permitía el acceso de lo íntimo y doméstico cayeron al fin al toque de corneta del beneficio de unos pocos, pero eso no era lo que nosotras pedíamos. Mediaset, mientras tanto, no sabe aún en qué ciudad vive, pero ante la duda, gobierna sobre ambas.

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